El cuervo

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Tenía una resaca imponente, la boca seca y un furioso tambor que golpeaba su cerebro con insistencia, pero no recordaba haber bebido más que la cerveza que le había servido el tipo de la taberna. No entendía cómo un lugar así, un sucio garito que apestaba a pescado podrido, había sido elegido para esconder un objeto tan preciado, aunque, pensándolo bien, era el lugar perfecto. A nadie se le ocurriría buscarlo ahí.

Amud le había dicho que debía bajar al sótano a través de la portezuela de madera que había en la esquina derecha, bajo el farolillo. Cuando el tipo barbudo que le había servido la cerveza se esfumó, dejó unas monedas sobre la barra y bajó las escaleras en silencio y a oscuras. A partir de ese momento ya no recordaba nada. No tenía ni idea de cómo había salido de allí, ni de cómo había acabado en mitad del desierto, en el centro de un mar de arena y bajo un sol aplastante. Y sin una gota de agua.

Su única compañía eran los alacranes y algún que otro esqueleto de animal muerto que había ido dejando atrás. No pintaba bien la cosa. Si al menos supiera dónde estaban las montañas habría podido orientarse, pero en 360 grados lo único que divisaba era arena. Echó un vistazo al sol, justo sobre su cabeza, así que debía ser cerca del mediodía. Se quitó la camisa y se la colocó sobre la cabeza, tapando así también sus hombros, y comenzó a andar, buscando la dirección en que su sombra estuviera siempre por delante de él para asegurarse de que no iba a estar caminando en círculos.

Llevaba un buen rato de marcha cuando le pareció escuchar un graznido. Se detuvo y oteó a su alrededor. ¿Estaba empezando a desvariar? No había ningún ave cerca. Kerel agachó la cabeza y siguió caminando, pero pocos pasos después escuchó el sonido de nuevo, esta vez a su espalda. Se dio la vuelta, y allí estaba el cuervo, mirándolo con descaro sobre una piedra.

—¿De dónde sales tú? —preguntó. El pájaro graznó por respuesta y voló sobre su cabeza, desapareciendo de su vista poco después hacia su derecha. Dudó sobre si debía seguir al animal, pero al final decidió seguir en la dirección que llevaba. Poco después el pajarraco volvió a aparecer, cargando con un pedazo de papel en su pico que dejó caer a los pies del hombre.

—¿Un elefante? —exclamó, agitando el papel en su mano. El cuervo se alejó de él dando un par de saltitos. —¿Sabes? Me vendría genial un puñetero elefante que me sacara de aquí pero, ¿de qué narices me sirve esto, eh?

El cuervo graznó y se alejó volando unos metros en la misma dirección que la vez anterior, colocándose sobre una pequeña duna y mirando desafiante a Kerel. Volvió a graznar y repitió la jugada.

—¿Quieres que te siga? —le preguntó. El animal graznó de nuevo y se alejó unos cuantos metros más y Kerel decidió probar suerte. Los animales no se alejan demasiado de las fuentes de agua y así, metro a metro, siguiendo los vuelos del cuervo, llegaron hasta las dunas. Ahora si estaba seguro de la dirección que llevaba. El sol había iniciado el descenso a su espalda, así que iba hacia el este, pero el camino se complicaba. En su estado, cansado y después de horas sin ingerir líquidos, atravesar las dunas iba a suponer un desafío. Aún así, siguió al cuervo, subiendo la duna a cuatro patas y cuando por fin alcanzó la cima cayó de rodillas sobre la arena. Su deseo de calmar su sed se acababa de evaporar. El desierto se extendía hasta el horizonte y el cuervo estaba unos metros por delante, posado sobre una formación rocosa en cuyo extremo había una enorme piedra con forma de elefante. Furioso, se quitó la camisa de la cabeza, estrujó el papel entre sus manos y lanzó un alarido de rabia. El cuervo ni se inmutó y se limitó a esperar a que el humano dejara de hacer el tonto y avanzara hasta allí.

Agotado, Kerel se dirigió hacia las rocas que le proporcionarían algo de sombra y, con suerte, cobijo durante la noche. Llegó hasta las patas delanteras del elefante de piedra y preguntó al cuervo, que se despiojaba las plumas sobre la roca.

—¿Y ahora qué?

El animal graznó en respuesta y desapareció de su vista al otro lado de las rocas. Cuando lo alcanzó de nuevo, estaba posado sobre lo que parecían los restos de un gigantesco cráneo semienterrado en la arena. Kerel jamás había visto nada igual. La poderosa mandíbula, que debía medir cerca de un metro, contaba con enormes dientes del tamaño de su mano y se preguntó a qué clase de animal debían corresponder esos restos. ¿Un dragón, tal vez? Había escuchado que se habían extinguido hacía siglos, cuando el sol se ocultó durante meses y la oscuridad lo cubrió todo, acabando con las cosechas y generando una hambruna que mermó la población. La gente culpó a los dragones de haber acabado con el sol y ese había sido su fin.

Tan fascinado estaba que no se percató de que el sol se escondía tras el elefante de piedra. El cuervo emitió un potente graznido que sorprendió a Kerel y se metió en un agujero en la pared de roca, justo en el momento en que el suelo del desierto comenzó a temblar bajo sus pies. 

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