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A pesar de estar en el patio trasero del castillo, la música resonaba por todos los rincones. Decenas de familias vestidas para la ocasión se habían presentado a la fiesta que la familia Hamato -mi familia- celebraba cada año para fardar de riquezas y lujos. En mi opinión, una fiesta estúpida e innecesaria.

—Leonardo —llamó mi madre —. Quiero que hoy te comportes.

Mi madre era muy joven para tener un hijo de diecisiete años. Al contrario que las otras marquesas o princesas, ella no tenía ni una arruga en la piel. Era una mujer de piel lisa, brillante, cejas finas cortadas a la perfección y sonrisa radiante y falsa. Además, cabe destacar el hecho de que era la mujer del rey, mi padre. Era la envidia de todo el país o, como la oía decir a veces, del mundo.

—Sí, madre.

—Hoy es un día importante. —añadió.

Para ella, cualquier día era un día importante si nuestra reputación estaba en riesgo. Un solo fallo podía romper la falsa máscara que mi madre había construido para nuestra familia. Había hecho de ello su vida para tratar de aparentar que éramos la familia real ideal, pero la verdad no éramos más que una familia fría y distante que solo se reunía a la hora de comer y cenar.

—Reina Lena, príncipe Leonardo —una mujer y su marido se acercaron a nosotros e hicieron una reverencia —. Les deseo muy buena tarde, su fiesta es tan fabulosa como cada año.

Mi madre sonrió exageradamente y puso su mano en mi hombro, su modo silencioso de decir que me comportara.

Sonreí amablemente e hice un pequeño saludo con la cabeza. Odiaba las formalidades. Ni siquiera sabía cómo se llamaban.

—¿Se encuentra su marido por aquí, su majestad? —habló el hombre —. Tengo buenas noticias sobre el incidente en el pueblo de Goden.

—Me temo que está en su oficina —contestó mi madre —, como siempre.

El hombre hizo una reverencia y sonrió. Aguanté mis ganas de hacer un gesto "no decente". Las conversaciones siempre me habían parecido sacadas de una obra de teatro.

—Muchas gracias, su majestad. Le deseo una buena tarde.

Mi madre sonrió y el hombre desapareció escaleras arriba. La mujer, en cambio, decidió seguir con el teatro.

—Una tragedia lo de ese pueblo —dijo la mujer abanicándose —. Una simple chispa y todo ha acabado en cenizas. Pero bueno, era de esperar, es lo que ocurre cuando construyes con madera.

Apreté mis puños para no decir nada. Mi madre pareció notarlo, porque me pellizcó ligeramente el hombro. La mujer se peinó un mechón de pelo negro como el carbón hacia atrás y abanicó la piel de su cuello.

—No podría imaginar quedarme sin casa, vivir en la calle... —soltó una sonora carcajada que solo me molesto más —. Ni siquiera me imagino vivir en ese pueblo, debe de ser espantoso. Me dan lástima todos esos pobres.

Solté el agarre de mi madre y carraspeé.

—No podría estar más interesado en vuestra conversación, damas, pero debo atender otros asuntos. —dije y me fui sin esperar una respuesta.

Eso sí. Mi madre me echará una bronca más tarde.

Rodeé el jardín donde estaba toda la gente y fui al pequeño laberinto de setos cortados a la perfección en el que siempre me encantaba esconderme. Me gustaba sentarme en el centro, donde había una fuente, y no hacer nada en absoluto, simplemente estar ahí. Era uno de los pocos lugares en los que los guardias del castillo no me seguían. Sin embargo, cuando escuché un ruido, me giré para ver que los setos se habían movido.

Literalmente | LeotelloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora