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Mi madre se había vuelto a enfadar conmigo. En medio de la cena, sin decir nada, me había levantado de la mesa y me había marchado. Eso, según mi madre, era un comportamiento imperdonable en un príncipe. Pero es que esta vez yo también me moleste.

Generalmente, todos los temas relacionados con mi futuro me daban igual. Sabía que sería rey, tendría una bella reina a mi lado, una mujer fuerte y hermosa, y tendría hijos a los cuales no les haría caso porque "tenía que cuidar de mi reino y no tendría tiempo". Todo estaba planeado desde el día en que nací. Aún así, no me esperaba que a pocos días de cumplir los dieciocho mi madre soltase semejante bomba en medio de la cena.

—La familia O'Neil llegará dentro de unos días al castillo.

Me llevé un trozo de salmón marinado a la boca y me encogí de hombros. Mi madre frunció con molestia los labios ante mi gesto. 

—La joven O'Neil también vendrá, claramente —dijo sonriendo de nuevo —. Ya es una muchacha hermosa e inteligente. Toda una mujer lista para casarse.

Sentí una espina clavarse en mi garganta. Tosí cogiendo el vaso de agua y al instante, un sirviente se acercó corriendo para ayudarme. Le detuve con la mano y esperé a que la sensación se fuera.

—¿April? —pregunté —. Me temo que no la recuerdo...

Y era verdad. Lastimosamente, tenía escasos recuerdos de ella, nos conocimos cuando éramos niños pero con el tiempo, las visitas que nos hacían ella y su familia, eran por pura formalidad. Todo por la realeza.

Levanté la vista hacia mi padre, pero este seguía comiendo sin decir nada. Era increíble el don que tenía para pasar desapercibido en las conversaciones de familia. Mi hermano pequeño; Miguel Ángel, a penas estaba siendo capaz de usar los utensilios, así que él mucho menos nos estaba haciendo caso. De los dos, él si parecía ser hijo del rey.

—Bueno, pues hazme caso, está muy bonita —continuó mi madre con un tono más agudo de lo normal. Estaba ansiosa —. Me pregunto cómo serán vuestros hijos...

Toda el salón se quedó en silencio excepto por el leve chirrido del candelabro que colgaba del techo. Pude ver en el rostro de mi madre un poco de irritación demostrando que luego pediría que lo arreglasen o pediría otro nuevo. Toda una perfeccionista.

—¿Hijos? —pregunté levemente, tratando de esconder mi notable molestia. Mi madre asintió con una sonrisa.

—Claro, ¿por qué crees que vienen? —soltó una risa aguda y exagerada —. Pero por supuesto que no se iban a casar así de la nada, primero será mejor que la vuelvas a conocer y así...-

No quise escuchar nada más y me levanté con brusquedad de la silla. Mi madre cogió aire, y se llevó una mano a la cabeza, acariciando su sien.

—Gracias por la cena. —dije, y sin más, me marché hasta llegar al laberinto de setos.

Había estado tan ocupado pensando que sería mi futuro que no me había dado cuenta de que faltaba poco para que fuese mi presente. Solamente me quedaban cinco meses para tener dieciocho, y era obvio que mi madre había buscado una mujer para que fuera mi esposa a mis espaldas.

Pateé un arbusto y dejé escapar un par de lágrimas. La luz de la luna lo iluminaba todo de un color azul pálido. No se escuchaba nada más que el sonido del viento y mis sollozos. Aunque, un sonido proveniente entre las ramas, hizo que girará de inmediato, cuando ví unos zapatos que sobresalían de la maleza, una sonrisa se curvo en mis labios.

—¿Donatello? —pregunté en voz alta.

El mencionado salió entre los arbustos y apenado, me sonrió. Llevaba una ropa diferente, y esa si estaba limpia. La bandana púrpura que cubría su cabeza ahora estaba perfectamente acomodada, dejando atrás dos coletitas que danzaban al ritmo de la suave brisa que nos acompañaba. Lo observé sin decir nada, mejor dicho, no era capaz... Estaba embobado en sus ojos.

Literalmente | LeotelloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora