PREFACIO

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¿Qué tan rápido puede esparcirse el fuego en una casa?

¿Qué tanto daño puede causar?

¿Qué tanto se puede perder?

No era algo que Alinoshka supiera con certeza, lo desconocía por completo, pero sí sabía una cosa: el fuego significaba libertad.

—¡Aguanta un poco más! —pidió a gritos con desespero sin dejar de golpear la puerta de madera con un bate de béisbol—. ¡Ya casi lo tengo!

El pequeño de seis años que ella intentaba proteger, se encontró atrapado en una habitación donde el fuego se comenzaba a expandir sin piedad. Alin, totalmente entregada a su misión, no hizo reparo al detalle de las llamas que se levantaron con intensidad, bailando una amenazante bienvenida al averno que se había instalado en el lugar sin limitarse a la habitación. El humo comenzó a salir por la pequeña ranura debajo de la puerta, y el techo recibió las llamaradas de fuego, intensificando el calor.

—¡Tengo miedo! —gritó el pequeño, aferrándose a un conejito blanco de felpa que abrazó firmemente, llorando completamente asustado al otro lado de la puerta bajo llave, misma que Alin se cansó de buscar, era inútil y su estancia en esa casa era una bomba contrarreloj. No podía perder el tiempo buscando una llave de la que no tenía la mínima idea de dónde estaba.

Ella no se rindió ni por un segundo a pesar de las llamas que continuaron expandiéndose, abrazando rápidamente cada centímetro del lugar. Después de varios golpes, consiguió su cometido, tenía el espacio suficiente para que el niño pudiera pasar.

—¡Ya está! ¡Vamos, hay que salir de aquí! —pidió con desespero extendiendo su mano al tiempo que cubrió su nariz con el antebrazo de la mano en la que sujetaba el bate.

Las llamas consumían cada vez más la vivienda, provocando que comenzaran a desprenderse pedazos del techo, lo cual impidió que el niño se acercara.

El rostro de Alin no podía verse más angustiado al escuchar los golpes de cada trozo de madera impactando contra el suelo, desmoronando poco a poco su estructura. El pequeño negó asustado con la cabeza, pero ella insistió estirando su brazo por aquel orificio donde pretendía que el niño pasara.

—¡Vamos, tú puedes! ―animó con la voz ronca, sin éxito―. ¡No podemos quedarnos por mucho tiempo aquí!

—¡Tengo mucho miedo! —gritó horrorizado, y ella no podía hacer más.

No podía quitarle ese temor porque incluso ella estaba tan asustada como él.

No era momento de rendirse, quería a ese niño como si fuese un hermano, así que debía hacer hasta el último intento para protegerlo y sacarlo de allí.

Decidida, tomó nuevamente el bate a dar un golpe más con la intención de agrandar el orificio para entrar por él y cargarlo entre sus brazos, pero en su amago, un gran pedazo de madera envuelto en llamas acompañado de un estruendoso ruido al golpear el piso, obstruyó sus intenciones. En un acto reflejo se impulsó hacia atrás para caer sentada y completamente perpleja.

Paralizada, supo que no podía hacer ya nada.

Una viga envuelta en llamas cayó justo sobre el lugar donde debía estar el infante.

Alin comenzó a toser levantándose con lentitud. Sin dar un paso, observó por aquel orificio el conejito de felpa que el niño había estado abrazando como si de ello dependiera su vida. Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas cuando un pequeño pie sin zapato, calcinándose entre los escombros, pintó una desgarradora escena frente a sus ojos.

El techo continuó desprendiéndose a pedazos, cayendo de a poco, y justo cuando otra viga cerró el terrible panorama que la chica había estado contemplando en shock, un par de brazos tiraron de ella para alejarla de aquella amenaza.

El piso de las libélulas |Pasados Ocultos I | En procesoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora