15. Me confesé (voy a vomitar)

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ERIK

Thea estaba rara.

Alguna estupidez había hecho. Ella no se quedaba callada así, sin más, por el placer de estar en silencio. La conocía lo suficiente como para saber que, si estaba muy quieta, era porque había metido la pata de alguna manera.

Algo había roto. ¿Pero qué?

Revisé la cocina y el comedor dos veces. Todo estaba limpio y en orden. Incluso los platos que ella había secado con Drake. Comenzaba a preocuparme. Tal vez estaba tramando algo.

Luego de cerrar, subimos al auto. Ella se sentó a mi lado, con los pies sobre el asiento, y los abrazó. En cualquier otro día la habría regañado por dejar las marcas de su calzado en el cuero de los asientos que había pintado con tanto esmero antes de su llegada. Pero no quería que dejara de hacerlo. Su rostro estaba escondido hasta la mitad detrás de sus brazos y sus ojos se asomaban adorablemente por encima para espiar el camino. Me recordó a Baltasar cuando aún era bebé, en las mañanas de invierno, en cómo se acurrucaba en cualquier hueco.

No pude decir nada durante todo el viaje hasta su casa, porque no tenía el corazón para romper ese momento, así que encendí la radio y dejé una canción de Arctic Monkeys de fondo. Me pareció que se llamaba “I wanna be yours”.

No fue hasta que me detuve a la vuelta de su casa, para no llamar la atención de los vecinos, que apagué las luces, la radio y la miré.

—¿Por qué estás tan callada? —le pregunté—. Me estás asustando.

Ella pestañeó dos veces antes de hablar sin dejar de mirar al frente.

—No te gusta cuando hablo, pero tampoco cuando me callo. No hay quién te entienda.

—Jamás diría algo así. —Esas eran puras falacias y no pensaba permitir que ella me las adjudicara—. Prefiero que hables. Me gusta saber en lo que estás pensando, porque cuando no lo hago, presiento que estás tramando una maldad en mi contra.

Ella resopló.

—Qué ingenuo de tu parte asumir que pienso las maldades que te hago.

—Qué ingenuo de mi parte asumir que piensas.

Me golpeó el brazo con suavidad. Yo reí y la mantuve lejos con una mano.

—¡Te voy a matar!

—Hazlo. No me importa. Te llevo conmigo. No te vas a librar de mí tan fácil.

—Lo mismo digo.

Sentí un cosquilleo extraño en las puntas de mis dedos. Debía de ser hambre o sueño.

—Bueno, dime lo que tienes —insistí—. Si es un plan para matarme, prometo ayudarte. —Ella evitó mi mirada—. Dorothea…

—Uhg. No digas mi nombre así.

Abrió la puerta y salió del auto. Yo me quedé unos segundos adentro, mirando su asiento vacío y luego cómo ella daba la vuelta en la esquina rumbo a su casa. Intenté recapitular nuestra conversación, porque no había manera de que le hubiera enfadado que dijera su nombre. Ni siquiera lo había dicho en tono feo.

—A lo mejor está sensible por la ruptura —murmuré luego de desabrocharme el cinturón—. Tengo que ser más considerado.

Podría hacer galletas en lugar de panqueques para el desayuno de mañana. O comprarle esos guantes largos que había visto en el bazar el otro día, para que tuviera menos frío en las manos.

Bajé del auto e hice el mismo recorrido que ella. Doblé en la esquina y, a mitad de calle, la encontré parada frente a la casa.

Seguía igual que la última vez, vacía, triste y desconocida. Sólo que ahora, de noche, parecía invitarnos a entrar. Debía de sentirse extraño ver el lugar en el que creciste, abandonado. Tal vez por eso ella se apegaba tanto al pasado.

Enredos del corazónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora