Introducción

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Joyce

Entonces, apreté el gatillo.

Alley

Entonces, escuché el sonido del disparo.

Joyce

Bien. Le había dado justo en el corazón.

Alley

Mierda. Le había dado justo en el corazón.

Joyce

Mantuve la respiración. No podía permitir que un solo pulso me desviara el siguiente tiro.

Alley

Mantuve la respiración. No podía permitir que esas personas la oyesen y descubriesen mi escondite.

Me tapé la boca, aterrorizada, cuando asomé un poco la cabeza entre las butacas que me ocultaban y le eché una simple ojeada al cuerpo de mi madre, ahora tendido en el suelo sin vida. No debería haberlo visto; ojalá fuese capaz de eliminar esa imagen de mi cabeza. La imagen de un cadáver. Era la primera vez que veía uno, antes no sabía cómo eran.

Noté un extraño escozor en los ojos que había sentido algunas otras veces anteriormente, pero que siempre había logrado reprimir. Reprimir las lágrimas. Eso era lo que siempre me habían enseñado a hacer. Sin embargo, esa vez era más complicado, como si las lágrimas estuviesen luchando por salir. No iba a llorar. Me lo repetí mentalmente. Eso era de débiles. Y yo no era una. Mi madre me había criado para que no lo fuese.

«Por Dios, Alley, no seas patética».

Abracé mis piernas, queriendo desaparecer. Hundí la cara en mis rodillas.

Al levantar de nuevo la cabeza, dirigí mi mirada hacia los dos hombres malencarados que andaban rondando por la sala y analizando cada rincón cuidadosamente. Apreté mis puños inconscientemente, solo me di cuenta cuando noté como mis uñas se hundían en la carne de mis manos. Extendí mis dedos. Mis uñas eran demasiado largas. Era hasta doloroso.

—¡Falta la hija! —indicó uno de ellos, mosqueado. Ese tenía más cara de imbécil.

Apreté los labios. La hija les iba a volar la cabeza en cuanto pudiese.

Distraídamente, jugué con uno de los hilos sueltos de mi camiseta verde deshilachada. No recordaba haber tenido otra ropa. A veces me apetecería ser una de las supermodelos de las películas. Esas que tenían nuevos estilos cada día.

—No me había dado cuenta, como apenas la hemos estado buscando... —murmuró el otro. Ese me intimidaba más, y aunque no era el que había matado a mi madre, también me cabreaba más. Sería mi primer objetivo cuando aprendiese a matar.

—Tío, deja el puto sarcasmo a un lado, aunque sea durante un momento.

—Perdería mi gracia —tragué saliva al notar la voz cada vez más cerca de mí.

Me apresuré a volver a agacharme tras las butacas para que no me viesen. Mejor me ocupaba primero de escapar, y luego ya veríamos cómo me los cargaba. No sabía adónde iría ni si merecía la pena, pero no iba a dejar que esos puñeteros me matasen. Sin embargo, estaba paralizada.

—Si no tienes ninguna gracia...

—No me digas esas cosas tan feas, que me pongo a llorar —ironizó.

Justo en ese momento, noté como unas botas se detenían justo a mi lado. Oh, no. Ya la había cagado.

Me atreví a volverme, temblorosa, para encontrarme con unos ojos grises clavados en mí. Yo palidecí, al mismo tiempo que él se llevaba una mano al cinturón en el que llevaba la pistola. Solo que no llegó a cogerla. Simplemente se quedó en esa posición, analizando cada milímetro de mi cara. Sin saber muy bien por qué, yo hice lo mismo; y a pesar de que estaba oscuro y no podía verlo muy bien, sabía que sus ojos brillaban.

InmarcesibleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora