Capítulo 3

23 5 0
                                    


Alley

Balanceé mis piernas en el asiento del copiloto, impaciente.

—¿A dónde me llevas? —pregunté.

De nuevo, el tipo de los ojos grises que me había encontrado hace media hora en el bosque pasó de mí. Era el mismo antipático que me había disparado en el hombro.

Al verlo, había intentado agredirlo, pero era inútil. Cada vez que le lanzaba un puñetazo, agarraba mi muñeca con suma facilidad y me inmovilizaba a mí como si de un juego se tratase. Así que había decidido rendirme, por lo menos en ese sentido. Porque pensaba molestarlo mucho.

A pesar de que no decía nada, no dejaba de mandarme miraditas que no sabía muy bien de qué manera interpretar.

—Todavía no me has dicho quién eres —volví a hablar.

—No tengo por qué decírtelo, Alley.

Por fin había dejado de ignorarme. Bien, podría molestarlo un poco más.

—¡Tú sabes quién soy! —protesté, notando mi voz un poco más aguda de lo habitual.

—Pues tú no sabes quién soy yo —respondió él con media sonrisita que me hizo sentir algo raro en el estómago.

—¡Es injusto!

—Ya ves lo injusta que es la vida.

—¿Me has secuestrado? ¿O eso tampoco me lo vas a decir?

—Vamos a comisaría, ¿contenta? —suspiró, acelerando.

Volví a mandarle una mirada ladeada.

—¿Me mataréis? Menudos puñeteros que sois...

—Agradece que no estás muerta ya —se limitó a decir él, y su mirada se posó en mis labios por un momento antes de volver a mirar la carretera.

Abrí la boca, indignada.

—Entonces, matadme ya, en vez de estar viéndome sufrir como una pobre idiota.

—Si te callas la boca, nadie te matará.

—No me gusta callarme la boca. A menos que me la calles tú —bromeé.

—Allá tú —¿Había ignorado mi broma? Sería cabrón. Había sido muy graciosa.

—Ya he estado callada durante mucho tiempo.

—Muy bien.

—Y no es nada agradable. Es una mierda.

Me giré un poco hacia él para ver cómo fruncía profundamente el ceño.

—No digas groserías.

—Me la suda. ¿Por qué me llevas a comisaría?

—Porque todos piensan que eres una maldita mafiosa.

Arrugué la nariz. Odiaba que todos dijesen eso. ¿Qué culpa tenía yo de que mi padre hubiese hecho cosas ilegales? ¿Es que nunca me iban a reconocer por lo que yo fuese?

—¿Y tú no? —pregunté.

—No.

—Bueno, los demás sí.

—Sí.

—Qué hablador.

—Ya.

—Me solía gustar la gente habladora.

—Ah.

—¿Me meteréis entre rejas?

—No.

—Y, ¿qué me haréis en comisaría?

InmarcesibleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora