𝐈 |ένας|

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Atenas

Hoy era un día especial en la célebre Atenas porque de entre las hijas más bellas de las familias más adineradas de la polis, 6 de ellas serían elegidas para mantener el Partenón y bordar un peplo para el Paladio, escultura regalo de la diosa Atenea, protectora de la polis.

Una de las jóvenes elegidas fue Myrmex, la cual destacaba por su singular belleza y su gran intelecto. Sus ojos eran grandes y tan verdes como las hojas de un olivo. Su pelo era negro azabache y su recta nariz se hallaba cubierta por diminutas pecas que resaltaban con la luz del sol y sus labios eran carnosos pese a que en la mayoría de las ocasiones los apretara en un intento de disimular su belleza. Para Myrmex su belleza era una maldición, pues veía que la gente no sabía ver más allá de su lindo rostro y percatarse de que ella era algo más que una joven hermosa y grácil.

***

Myrmex encontró la Acrópolis impresionante. Numerosos templos consagrados a Atenea decoraban el monte escogido como zona de culto a la protectora de la polis. Sus ojos se maravillaron con las hermosas vistas e inevitablemente no pudieron despegarse del Partenón, un colosal templo de mármol decorado con frontones coloridos y rodeado de numerosas columnas de orden dórico.

Una veterana sacerdotisa recibió a las jóvenes elegidas en la explanada de la Acrópolis y sin más dilación les indicó con la mano que se acercaran a ella para atender sus explicaciones acerca de las funciones que desempeñarían en el cuidado del Partenón. Todas ellas prestaron suma atención a la sacerdotisa o al menos, lo fingieron. Por el contrario, Myrmex sin motivo aparente estaba inquieta, su pulso estaba acelerado, al igual que su respiración y su fuero interno estaba ocupado por la imponente estatua de Atenea Pártenos, una colosal estatua de unos 12 metros de alto aproximadamente construida por el celebérrimo escultor Fidias que estaba hecha a base de oro y marfil.

La joven ateniense esperó hasta tener su oportunidad y finalmente se escabulló. Con pasos silenciosos se adentró en el gran templo y abrió la boca con asombro porque estaba contemplando una de las numerosas maravillas del mundo. El silencio reinaba en el ambiente y el incienso impregnaba cada uno de sus rincones y tanto su vista como su olfato se vieron abrumados ante esos nuevos estímulos.

Myrmex se cercioró de que no hubieran reparado en su repentina ausencia y siguió explorando el templo hasta que por fin se halló en la sala en la que se custodiaba la estatua de Atenea Pártenos, una de las más impresionantes junto con la de Zeus de Olimpia no sólo por su inmenso tamaño, sino también por el detalle con el que fueron talladas. Myrmex se impresionó al ver una estatua tan grande ante ella y como si Fobos se hubiera colado en sus entrañas, cayó sobre sus rodillas mientras alzaba el rostro para admirar el rostro de la estatua. Recordó las numerosas ocasiones en las que su padre le habló de dicha estatua, de lo imponente y sobrecogedora que era y pensó que cualquier intento de descripción de la misma se quedaba pequeño cuando la tenías delante. Quería presentarse ante la diosa, de verdad lo anhelaba, pero encontró tan realista la estatua que llegó a sentir que tenía ante ella a la inigualable diosa de la guerra estratégica, Atenea. Pasaron varios minutos y siguió sin pronunciar palabra alguna y admirándola.

—  No deberías estar aquí— susurró alguien a su espalda.

Myrmex dejó caer sus hombros en señal de derrota y se levantó del suelo. Se dio la vuelta y de forma paulatina se fue aproximando a la persona que le había regañado por estar allí. Vio que se trataba de la veterana sacerdotisa, que tenía el ceño fruncido en señal de enfado.

—  Quería brindarle mis respetos a la diosa y creo que no tiene nada de malo— repuso esbozando un intento de sonrisa que se quedó en una mueca.

—  Que no se vuelva a repetir— dijo la sacerdotisa a modo de advertencia mientras tiraba de Myrmex para sacarla de ahí.

***

Llegó la noche, momento en el que los mortales recuperan sus fuerzas para afrontar un nuevo día y Myrmex no podía dormir. Echaba de menos su hogar y sobre todo su mullida cama. Si bien el catre que le habían asignado era más cómodo de lo que esperaba, no era comparable a la cama que ocupó hasta que abandonó el hogar familiar. Myrmex se revolvió varias veces tratando de encontrar la posición perfecta para caer en el profundo sueño y no la encontró. Bufó con resignación y se puso en pie. Sintió unas irrefrenables ganas de recorrer el templo otra vez y dejándose llevar por sus deseos, abrió la puerta de su habitación cerciorándose de no hacer ruido y volvió a deambular por el extenso templo. Mientras caminaba recordó la bronca que le había echado la sacerdotisa por haberse escabullido para admirar la colosal estatua de Atenea y esa reprimenda causó en ella el efecto contrario. Estaba decidida a ignorar esa advertencia porque por una razón que se le escapaba, necesitaba volver a ver esa estatua.

La estatua seguía en el mismo lugar, alumbrada por varias antorchas, las cuales otorgaban un aspecto aún más aterrador a la diosa Atenea. Myrmex sintió súbitamente un inexplicable escalofrío que recorrió todo su cuerpo y sintió que estaba siendo observada. Cualquier mortal se habría asustado y habría huido despavorido, pero ella no iba a huir porque presentía que debía estar ahí.

— Acércate más— dijo una misteriosa voz.

Como si estuviera en trance, Myrmex caminó sin ser consciente de lo que estaba haciendo y se arrodilló a los pies de la estatua de Atenea Pártenos. Alzó la cara y admiró las hermosas facciones de la diosa talladas por Fidias y sintió cómo ella le demandaba que le explicase qué hacía allí a esas horas de la noche.

—No pude ofrecerte mis respetos antes y ahora en la oscuridad de la noche puedo hacerlo. Atenea, estoy en tu templo para servirte— susurró.

Sabía que en las noches ocurrían fenómenos inexplicables en torno a los dioses y guardaba en su corazón la remota esperanza de que la diosa interactuara con ella. Al no recibir respuesta cerró los ojos y se relajó al escuchar el crepitar del fuego. Pasó algo inexplicable de repente. Una brizna de viento rozó su nuca y erizó su piel, como si alguien se hubiera colocado detrás de ella y le hubiera soplado a propósito. Le invadió el miedo y pensó que alguna de sus compañeras o peor aún, la sacerdotisa, la había descubierto y quería escarmentarla dándole un buen susto para que aprendiera de una vez por todas que no debía visitar dicha estatua.

— ¿Hay alguien ahí?— se atrevió a preguntar con el corazón en un puño.

— En el fondo de tu corazón sabes que sólo puede tratarse de mí— contestó una misteriosa mujer.

— En el fondo de tu corazón sabes que sólo puede tratarse de mí— contestó una misteriosa mujer

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MYRMEX |adaptación mitológica|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora