-𝐌𝐞 𝐡𝐚𝐬 𝐭𝐫𝐚𝐢𝐜𝐢𝐨𝐧𝐚𝐝𝐨, 𝐲 𝐬𝐞𝐫á𝐬 𝐜𝐚𝐬𝐭𝐢𝐠𝐚𝐝𝐚 𝐩𝐨𝐫 𝐞𝐥𝐥𝐨- 𝐬𝐮𝐬𝐮𝐫𝐫ó 𝐀𝐭𝐞𝐧𝐞𝐚.
Tenemos que remontarnos a la legendaria polis de Atenas para saber qué le pasó a la joven
Myrmex, ¿querrás acompañarme?
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Una inusual invitación me ha llegado en un sobre blanco impoluto lacrado con un majestuoso templo de elevadas columnas. Abrí el sobre con impaciencia y leo con atención su contenido.
La diosa cumplió su palabra y apareció para llevarme con ella al Olimpo. Cuando la veo ante mí no puedo hacer otra cosa que guardar silencio y seguir al pie de la letra sus instrucciones para que el viaje sea seguro para mí. Tan nerviosa estoy que me quedo quieta cuando me invita a abandonar su espléndido carruaje dorado porque ya hemos llegado a nuestro destino. Atenea esboza una sonrisa y supongo que he despertado su compasión porque me ofrece su mano para ayudarme a bajar. Acepto la mano que me ofrece y le doy las gracias. Una vez que he descendido del carro separo mi mano de la suya con temor a que otros dioses hayan visto ese gesto y, lo malinterpreten. Me asusta reconocer que me ha gustado más de lo que pensaba el tacto de su piel sobre la mía.
— Nadie va a molestarnos si es eso lo que te preocupa. Sígueme— me pide en un tono dulce.
Camino a su lado y no puedo evitar contemplarla. Su espléndida melena está recogida en una perfecta trenza que cae por su espalda. El peplo que lleva es exquisito y es verde como el mar. Cierro los ojos y aspiro su olor. Atenea huele a algo que no puedo describir con palabras, algo que me resulta muy agradable y atrayente.
— Toma asiento— me indica recordándome el propósito por el que estoy allí.
Me siento en un comodísimo butacón dorado y mullido con una tela similar al terciopelo. Sus ojos grises conectan con los míos y trago saliva. Con gesto nervioso abro el cuaderno en el que llevo anotadas las preguntas que quiero hacerle. Por el contrario, ella cruza una de sus piernas por encima de la otra, adoptando una postura en la que se ve cómoda y sobre todo muy segura de sí misma. Las palabras se quedan atoradas en mi garganta y soy incapaz de hablar.
— Te noto tensa en mi presencia, ¿deseas una copa de vino u otra cosa? — me ofrece con gentileza.
Me remuevo incómoda en mi asiento y noto que mis labios están completamente secos. Me los humedezco con la lengua antes de pedirle un vaso de agua. Atenea se levanta y me acerca un vaso colmado de agua fresca. Nuestras manos vuelven a rozarse por un segundo y yo ignoro el cosquilleo que siento.
— Muchas gracias— le agradezco una vez que he bebido un poco de agua.
Después, dejo la copa en la mesa que se halla ante nosotras y abro el cuaderno en busca de las preguntas que anoté para la entrevista. Mientras lo hago, siento los ojos de Atenea, demandantes, clavados en mí y opto por fingir que no me doy cuenta de que me está observando. Finalmente alzo la cabeza una vez que tengo claro el orden de las preguntas y cuando lo hago, rehúye mi mirada mientras se lleva una uva a la boca con gesto desinteresado.