CUNA DEL DRAGÓN| El Reino De Un Solo Gobernante| A|L|A

EPISODIO 1

[Séptima luna]

120 d.C

Cradle of the Dragon

Seis años después...

Seis años habían pasado desde que aquella risueña niña fue recibida con los brazos abiertos en el vibrante pueblo de Cradle. A lo largo de ese tiempo, había crecido y florecido, convirtiéndose en el tesoro más querido de todos, ganándose el título de "la joya del pueblo". Su presencia era un faro de alegría que iluminaba incluso los días más grises, transformando la rutina diaria en un festín de risas y felicidad.

Su rostro poseía una belleza inigualable, como si la esencia misma de la hermosura se hubiera manifestado en su ser. Esos ojos lila, profundos como el océano, destacaban en su piel salpicada de pecas, dotándola de un encanto irresistible que robaba corazones a su paso. Cada vez que exploraba su entorno, lo hacía con una curiosidad desbordante, maravillándose de la belleza que la rodeaba: desde la suave tierra bajo sus pequeños pies, que parecía vibrar con vida, hasta los majestuosos pinos que se alzaban como guardianes de su inocencia.

Sin embargo, lo que más brillaba en su ser era su sonrisa. Una sonrisa radiante y sincera que ofrecía a todos los que la rodeaban, como si cada destello fuera un regalo invaluable. Era un reflejo de su espíritu puro y bondadoso, capaz de iluminar los corazones de quienes la conocían. La niña, con su risa contagiosa y su mirada llena de maravillas, había tejido un vínculo especial con cada rincón de su hogar, dejando una huella imborrable en la memoria colectiva.

Su rostro irradiaba felicidad mientras caminaba junto al caballero Dothraki por las coloridas calles de Cradle. A cada paso, saludaba a los aldeanos con un entusiasmo contagioso, su risa resonando entre los vibrantes murales de las casas y los aromas envolventes de los puestecitos que se alineaban a lo largo del camino. Los comerciantes, al verla acercarse, no podían evitar sonreír, devolviendo sus saludos con alegría, como si la presencia de la pequeña joya iluminara su día.

Ella se detenía de vez en cuando, fascinada por los coloridos productos que ofrecían: joyas que brillaban como estrellas, cerámicas de intrincados patrones y dulces envolventes que hacían que sus ojos lila resplandecieran aún más. Con cada nueva maravilla que descubría, su corazón se llenaba de la emoción de la infancia, como si cada objeto tuviera una historia que contar.

Faltaban solo unas pocas noches para su séptima luna desde su llegada al mundo, y la emoción burbujeaba en su interior. Esa noche tan esperada traería consigo la llegada de su compañero canino, un regalo que había anhelado con fervor. Se imaginaba jugando con él, corriendo juntos por los campos y compartiendo secretos bajo la sombra de los árboles, creando recuerdos que atesoraría para siempre.

Mientras continuaba su paseo, la pequeña princesa sentía que cada saludo, cada risa de los aldeanos, la acercaba un poco más a ese momento mágico. Su corazón latía con fuerza, y una sonrisa radiante iluminaba su rostro, prometiendo que su séptima luna sería un recuerdo imborrable en su joven vida. En las tierras de su madre, existía una tradición que dictaba que el primogénito de cada familia debía recibir un cachorro de lobo como compañero de vida, un vínculo sagrado que simbolizaba la lealtad y el espíritu indomable de su linaje. Sin embargo, la madre loba tenía la última palabra, eligiendo al adecuado para acompañar a su pequeño humano en su travesía por la vida.

Sin embargo, en el corazón de la joven, latía un deseo aún más profundo y ferviente: el anhelo de reclamar un dragón, como su padre había hecho en su juventud. La imagen de una majestuosa criatura surcando los cielos junto a ella la llenaba de emoción y esperanza. Desafortunadamente, aquel sueño se tornó en una pesadilla cuando ninguno de los huevos que le fueron otorgados logró abrirse. Las horas de espera, llenas de expectativa, se convirtieron en un silencio opresivo que la sumió en la desilusión.