Fue mucho antes del Jardín del Edén.
Era un día como cualquier otro en el que ocurrió. No hubo juicio, ni defensa, ni nadie más que un testigo.
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Los ángeles seguíamos con nuestras misiones personales, ayudando a dejar todo preparado para el Gran Plan. Dios había fijado una fecha en la que crearía un ser a su imagen y semejanza, que habitaría la Tierra, en concreto en un hermoso jardín en el que estaría siempre protegido. El día en el que me fue encomendada la protección de la Puerta Este me sorprendí, y sin embargo no había dejado de rondarme la cabeza desde entonces.
Todo tenía que estar meticulosamente revisado para asegurar el equilibrio perfecto. Las flores se pintaban con caprichosos colores, el aire olía a néctar, las criaturas corrían libremente por los prados. Cada día se practicaba con las fuerzas de los elementos, estableciendo la intensidad del viento, la temperatura... Pero ese día parecía perfecto, una suave brisa lo inundaba.
Sobre una rama, me había quedado profundamente dormido. El árbol era para mí muy especial pues se trataba de un laburno, que yo mismo había diseñado en mis primeros trabajos. Unas hileras de flores amarillas y color miel se entremezclaban entre las hojas como racimos. Caían en cascada hacia la tierra, meciéndose suavemente con la brisa marina, cuyo olor dulce se entremezclaba con la sal. Se hallaba cercano al borde de un acantilado que discurría profunda y escarpadamente hacia el mar. Era un bello y tremendo contraste, como si la mano del ser que hubiera creado aquella superficie hubiese tenido una especie de "accidente" y súbitamente hubiera hundido el terreno hacia un gran abrupto que daba al mar.
Solía refugiarme en él todos los atardeceres, pues al estar tan elevado veía marchar los últimos rayos del sol. Los cálidos haces de luz se colaban entre las hojas arrancando destellos dorados a mi níveo pelo.
De repente, todos los pájaros se callaron, y tras unos segundos de silencio, surgió la voz. Me desperté sobresaltado temiendo que el reclamo fuera hacia mí, por haberme quedado durmiendo, algo que los ángeles no hacían. El clamor colérico de Dios hizo temblar todo a su paso, todas las criaturas de la Tierra callaron, todos los ángeles quedaron congelados y aterrados. La perfecta calma dio paso a la máxima crispación de los mares, que se agitaron con el fuerte viento que empezó a soplar, como exhalado por aquellos poderosos gritos. Estaba claro lo que significaba.
Otro más destinado a caer.
Era un proceso que había sucedido en varias ocasiones y que todos los ángeles temíamos, pues en ocasiones eran conocidos o amigos los que eran desterrados del cielo. Repudiados para no volver jamás. En ocasiones se les daba la oportunidad de defenderse, aunque ningún otro ángel se atrevía a ampararlos.
Asustado, me envolví el cuerpo con las alas en un esfuerzo en vano de protegerme contra el fuerte viento que azotaba el acantilado, donde hace tan sólo un instante una dulce calma inundaba todo.
Alcé los ojos al cielo justo en el momento en el que algo atravesó violentamente las nubes más altas cercanas al acantilado y empezó a caer. Salvo que no era algo... Era alguien.
Un escalofrío sacudió mi cuerpo hasta la base, inundándolo de pena. A pesar de la agresiva tempestad que se había desatado y que me urgía a resguardarme, un presentimiento me exigía averiguar quién era el que caía.
Con la mano todavía extendida hacia lo alto de las nubes, descendía en picado cayendo hacia la oscuridad del mar. Sus alas, alcanzadas por la mano de Dios, habían quedado paralizadas e incapaces de volar, provocando que un largo rastro de plumas acompañara su descenso. Al intentar distinguir su rostro me percaté de que el torbellino de su pelo... era del color de las brasas encendidas.
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Entre el Tiempo y la Eternidad (Good Omens)
Romance"Aziraphale se ha marchado. No queda atisbo de él en la Tierra. Ni siquiera queda su librería. Otro ángel la ha usurpado. Aunque no esté, no puedo ir a ningún lugar que no me recuerde a él. Está en todos lados, y sobretodo en mi mente. No puedo es...