Prólogo

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En una colonia inglesa establecida en la costa del Caribe, en una de las mansiones más lujosas de la familia Carrey, una noche de tormenta, llamaron a la puerta aporreándola con desesperación. Aquella era una de las peores tormentas de verano, los truenos resonaban con tanta fuerza que no se escuchaba el llanto de un bebé.

Sólo una persona pudo oírlo, que se levantó de repente. Griselda, que acababa de perder a su hijo recién nacido, sintió el llanto del bebé como un eco lejano. Aquel niño había sido fruto de un fugaz encuentro con un hombre en la fiesta que había dado la mansión y desconocía quién era el padre de su hijo. Había llevado la noticia de su embarazo con mucho miedo, hasta que murió de un aborto espontáneo.

Ella pensó que su muerte sería un alivio para ella, ya que no podía ocuparse de un bebé cuando tenía que trabajar para sobrevivir. Pero cuando sus compañeras le comunicaron el fallecimiento, entró en una profunda tristeza, que le quitaba el sueño por las noches. No podía sino sentir culpa, al pensar que el rechazo a su embarazo fue lo que le había dado la muerte a su niño, como si aquello no fuera más que un castigo divino por sus malos pensamientos.

Se levantó en medio de la noche siguiendo aquel llanto, cuestionando si aquello que oía era real. Tampoco lo había pasado bien, cuando la duquesa había dado a luz a su hijo y le habían pedido que lo alimentara. No podía mirarlo a la cara, pues temía poder hacerle lo mismo al hijo del duque y la despidieran por ello. Sabía perfectamente cómo sonaba el llanto de aquel niño y no era el mismo que había oído.

Caminó entre los pasillos con una vela, con la llama temblorosa por su pulso. Cuanto más se acercaba más fuerte se escuchaba y más temía que aquella situación fuera la prueba de su locura. Sin embargo, cuando habría la puerta principal, todos sus temores desaparecieron. En el suelo, había un bebé en una cesta que lloraba desconsolado, entre la lluvia y los relámpagos que sonaban tan peligrosamente cercanos.

Griselda se agachó inmediatamente a coger a aquel bebé en brazos y lo acunó, como un acto de instinto maternal. Al sentir aquel contacto tan directo contra su pecho, Griselda sintió un profundo alivio. El bebé dejó de llorar tan fuerte y cambió su llanto por pequeños gemidos mezclados con hipidos. Después de que se calmara, Griselda miró a todos lados esperando ver a alguien más.

− ¡¿Hola?! ¡¿Hay alguien ahí?! −gritó a pleno pulmón, pero nadie contestó.

¿Cómo es posible? ¿De dónde ha salido este bebé? ¿Y por qué lo han traído a esta casa? Con aquella terrible tormenta, no se veía a nadie más en el horizonte. Así que Griselda se apresuró a recoger la cesta y cerró las puertas de la mansión. Corrió por los pasillos, para no despertar a nadie más pero cuando llegó a la habitación que compartía con las demás criadas, despertaron con el gimoteo del bebé.

− ¿Griselda? ¿Qué ruido es ese? −preguntó una de las compañeras que se acababan de despertar.

– Tranquila Mary, sólo es un bebé. −Griselda se sentó en su cama y se descubrió un pecho para darle de mamar e inmediatamente dejó de gimotear.

− ¿Un bebé? −Varias se acercaron extrañadas al ver a la criatura.

− ¿No es el señorito Alan?

– No. −Contestó Griselda, entonces destapó la fina sábana− Es una niña.

− ¿Una niña? −varias sirvientas se acercaron al bebé con curiosidad− ¿De dónde ha salido? Es preciosa, ¿es tuya Griselda?

– Me la he encontrado en la puerta principal.

− ¡Oh! Pobre criatura, la han abandonado aquí.

− ¿Qué vas a hacer con ella, Griselda?

Griselda no supo qué contestar al principio. La había recogido de allí y la había metido dentro, pero no sólo por miedo a que pudiera ocurrir en medio de la tempestad. Miró a la niña y esta le devolvió la mirada con sus pequeños ojos redondos.

– La cuidaré yo.

− ¿Cómo? ¿Tú? Pero tienes mucho trabajo.

– No me importa. −Aseguró ella− Hablaré con la duquesa. Pero quiero asegurarme de que la niña está en buenas manos. Quiero ocuparme yo de ella.

El resto de las sirvientas felicitó a Griselda como si acabara de dar a luz a aquella niña, ya que todas sabían lo mal que lo había pasado con su hijo. Cuando todas volvieron a la cama y Griselda estaba a punto de quedarse dormida, reparó en la pequeña cesta en la que había visto a la pequeña por primera vez. Se acercó a ella y en su interior, vio un pequeño sobre sin firma ni dirección y se apresuró a abrirlo.

<<A quien pueda interesar: Por favor, cuide de mi hija como si fuera suya.

Jane, siento tener que dejarte ir, ojalá las circunstancias fueran otras. Aunque no puedas acompañarme al horrible lugar al que voy, espero que nunca olvides lo mucho que te quiero. Y te prometo que pensaré en ti cada vez que mire al mar. Te quiere, papá.>>

Griselda vio las iniciales al final de la carta "Z. Smith", pero aquella carta no era lo único que estaba incluido en aquel sobre. En su interior distinguió un trozo de tela de terciopelo junto con una piedra preciosa que resplandecía como una estrella bajo la llama de las velas. Griselda se apresuró a guardar ambas cosas con suma cautela y apagó la vela para que nadie más pudiera ver dónde tenía su escondite.

Una historia de piratasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora