14.- La Lealtad de una Asesina (1/2)

1 0 0
                                    


Pío se encontraba revisando documentos de sus informantes: fotos, testimonios, mapas, todo lo que lo llevara al príncipe y su androide, pero no conseguía nada. Todas las fotos eran borrosas y tomadas en ángulos raros o con poca luz, los testimonios se contradecían unos con otros, las posibles rutas que habrían tomado iban en todas direcciones. No sabía nada, salvo su localización general. El tráfico de naves voladoras estaba mucho más regulado que en otras zonas, para evitar precisamente que escaparan de esa manera, pero siempre cabía la posibilidad de que burlaran el sistema.

Si no habían usado algo para volar, entonces debían estar aún dentro de Swinha, en alguna ciudad o pueblo, o incluso por los campos, durmiendo a la intemperie. Al ser solo dos personas, no llamaban la atención. Además la androide estaba tan bien preparada que sabía evitar las miradas de la gente, sabía cambiar de apariencia y pasar desapercibida. La habilidad del príncipe demonio tampoco hacía fácil su trabajo. Era de locos; fácilmente podía convencer a quien los descubriera que mantuviera su boca cerrada.

—Y pensar que hago todo esto por ese chico— pensó Pío, malhumorado.

Entonces una taza con café recién hecho fue puesta en la mesita frente a él. No necesitó levantar la vista para saber que era Finir quien le servía.

—Gracias— dijo maquinalmente.

Su subordinada miró los documentos que llevaba examinando más de una hora.

—¿Qué está tratando de ver, maestro?— quiso saber.

—Dónde están, dónde irán. De nada me sirve toda la fuerza del mundo si no sé dónde aplicarla.

Finir se fijó en el mapa, en un muy visible punto en medio de Swinha.

—Los vieron ahí por última vez hace diez días— indicó Pío.

Debajo del punto marcado había un área achurada, dentro de la cual ellos se encontraban en ese momento.

—¿Entonces los estamos buscando por aquí?— supuso Finir.

—Exacto.

—¿No sería más fácil si sus identidades se hacen públicas?— inquirió ella— Si los ponen en las noticias, seguro que la gente los ve.

—Órdenes del Sil— indicó Pío— la identidad de esos dos debe permanecer un misterio para los que no sirvan directamente al imperio. O sea que solo los altos mandos públicos y militares están enterados.

Finir se cruzó de brazos. Eso claramente hacía la búsqueda más difícil.

No pudieron avanzar mucho más, dado que en ese momento la puerta se abrió de par en par, dejando pasar a un soldado.

—¡Maestro Pío!— lo saludó, agitado.

Pío lo miró con su cara de pocos amigos. El soldado se paró en seco, erguido.

—Maestro, lo necesitamos con urgencia: un grupo de bandidos ha robado un camión con vacunas de la enfermedad de la furia y se dirigen a una fortaleza con rezagados de la resistencia.

Pío dejó los documentos sobre la mesa, se puso de pie y echó a caminar a paso veloz hacia la salida, seguido de cerca por Finir.

—Si me necesitan, los ladrones ya deben haber ingresado a la fortaleza— dedujo Pío, sin dejar de caminar.

—Así es. Ahora mismo los tenemos rodeados, pero son muchos, tienen misiles antiaéreos y la fortaleza está hecha para resistir días de asedio. Para entonces, se puede desatar un furioso desde adentro.

—¡¿Qué?! ¿Pero no que solo robaron vacunas?— alegó Finir, desde atrás.

—Esas vacunas son especiales— le explicó su maestro— Sus componentes se transportan por separado para ser ensamblados en el mismo lugar en donde son administradas. Lo malo es que uno de esos componentes es la misma enfermedad de la furia. Si no se manipula como es debido, puede causar una nube infecciosa que se expande hasta cientos de metros a la redonda.

Las Imperdonables Nanas del Príncipe DemonioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora