—¡Estás preciosa! — Mys sonreía de oreja a oreja mientras observaba el resultado de mi aspecto en el espejo.
Habían pasado tres horas desde que decidí que padre no tendría la última palabra. Mys y Dalia dedicaron todo ese tiempo a cumplir todos mis deseos, la primera con más picardía que la segunda. Dalia se opuso en rotundo cuando le expliqué la idea. No la culpo por temer la ira de padre, yo seguía haciéndolo en ocasiones, pero tras un discurso sobre las capacidades nulas que teníamos mi guardia y yo sobre costura y maquillaje y añadiendo algún que otro puchero mal intencionado, accedió a ayudarnos. Nunca revelaría que ella fue cómplice de mi rebeldía, sé lo que le costaría y, después de Mys, era la segunda persona a la que más aprecio tenía en este lugar.
Ambas me contemplaban ensimismadas como si el resultado de su trabajo fuera una obra de arte. Deslicé los ojos hasta el reflejo del que se sentían tan orgullosas y abrí los ojos de par en par «increíble». Ciertamente habían hecho un gran trabajo. Esta podía ser la primera ocasión en la que me sentía bonita, nunca alcanzaría la belleza etérea y antinatural de los ascendidos, pero así, podría camuflarme bien entre ellos. No era habitual que una mortal perteneciera a la nobleza, y menos a mi edad, en la que todos los hijos de mortales ascendidos ya habían sido bendecidos, así que mi triste mortalidad destacaba más de lo que me gustaría.
Me concentré en la imagen del espejo. Mys no tenía destreza con las brochas y el color, ella tenía una habilidad inexplicable con el cabello. Decía que jugar con los utensilios para el cabello era parecido a hacerlo con una espada, que con unos cuantos movimientos podíamos crear una obra de arte —teníamos opiniones diferentes sobre lo que era una obra de arte, por supuesto—. Mys tejió mi pelo con mimo, creando dos trenzas que enrolló tras mi cabeza formando una corona, el resto de los mechones plata los dejó ondulados y sueltos, extendidos por mi espalda. La combinación de lo recogido y lo suelto, me daba un toque romántico que destacaba la sutileza de mis rasgos y realzaba mi belleza mortal.
Dalia, por otro lado, se encargó de ocultar mis marcadas ojeras, con las que peleaba a diario. Añadió un toque de rubor escarlata a mis mejillas y tiñó de negro mis pestañas, haciéndolas parecer aún más largas y densas. Tras estos toques de pincel, mis ojos sobresalían de la imagen asemejándose a la calidez de un atardecer, resplandecientes y profundos, a juego con la piedra que mi pronunciado escote dejaba ver en mi pecho. Escote que Dalia creó y bordeó con pequeños brillantes negros a juego con el corpiño que antes relucía de un blanco impoluto y ahora era de un brillante negro zafiro. Dalia tintó el corpiño con sumo cuidado para no manchar la falda, que mantuvimos de un blanco inmaculado.
El negro y el blanco creaban un equilibrio perfecto entre la oscuridad que me rodeaba y la luz que todos decían que proyectaba, nada acorde con mi legado y mi familia. Era una lástima que estos dos colores no pudieran armonizar de la misma manera en esta tierra. El equilibrio era algo imposible.
Posé la mano en mi hombro, marcado por la tormenta, y dibujé cada una de las cicatrices que aún tenían un color rojizo. Fui descendiendo por mi brazo sintiendo el rugoso tacto de cada una de las historias que contaban estos involuntarios tatuajes. No me avergonzaba, no me daba lástima mi propio sufrimiento. Gracias a él, fortalecí mi corazón, haciéndome capaz de soportar los golpes. Cada lágrima, cada ataque de este colgante... se fue llevando mi debilidad e inocencia. Ahora no soñaba con que algún día las cosas cambiarán, ahora sería yo quien intentaría cambiarlas.
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El destello del ámbar. Libro 1: El legado de la luz.
Fantasy¿Qué pasaría si la magia no te hubiera bendecido?¿Si tuvieras que pasar por una ceremonia que podría matarte por este mismo motivo? Lena, princesa de Hidra, es la única mortal dentro de la nobleza de Argentia. Enjaulada en un reino al que siente no...