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Entró en la sala con paso ligero, e inmediatamente los dos hombres se callaron. Karen aligeró el paso para no interrumpirlos largo rato. Se acercó a la mesa y sirvió dos tazas de café hirviendo, luego depositó las cucharillas y el azucarero.

-¿Desean algo más los señores? -preguntó.

-No, Karen, muchas gracias -contestó Henrich.

-Puedes retirarte -intervino Arnold.

Karen asintió levemente y caminó hacia la puerta mientras los señores ya habían retomado la conversación. La curiosidad le pudo, por ello decidió quedarse tras la puerta para oír sus palabras.

«Deja de insistir, Henrich. En sólo dos meses no me dará tiempo a encontrar un sucesor mejor.»

Karen abrió los ojos por la sorpresa.

«Padre, sigue siendo muy repentino, no podré hacerme cargo del pueblo...»

«Estás más que preparado, hijo... Llevas casi 18 años viéndome hacer lo mismo día tras día.»

La criada reaccionó a aquellas palabras con sorpresa. ¿Acaso el señor iba a renunciar a su puesto como alcalde?

«Padre, no estoy seguro de poder llevar al pueblo... Puede que ni siquiera gane las elecciones. Necesito tiempo para pensarlo...»

«Henrich, sé que es una decisión difícil, pero tómala rápidamente, es importante.»

Se hace el silencio en la habitación y supuso que la conversación finalizó. Escuchó pasos viniendo hacia la puerta y por temor a que la descubrieran, se escondió. Escuchó el pomo de la puerta moverse y Karen dejó de respirar por el miedo a que la viera uno de los señores. Oyó los pasos alejándose hacia la otra punta del pasillo y cuando creyó que estaba lejos, salió de su escondite poco a poco: primero miró de reojo y luego se giró repentinamente, sin esperarse la gran masa con la que se chocaría de bruces. Un cuerpo de hombros anchos y un tanto más alto que ella hizo que se cayera al suelo de espaldas. Henrich.

-¿Estás bien? -dijo sorprendido.

La sangre de Karen se le subió toda a la cabeza por la vergüenza e intentó levantarse rápidamente mientras asentía en respuesta a la pregunta del señor Strauss. Unas manos la cogieron firme pero suavemente por la cintura y la ayudaron a levantarse.

Ya en pie y liberada del agarre de Henrich, Karen se dió cuenta de que el codo le dolía. Estaba segura de que no había sangre saliendo de su brazo, pero se habría dislocado algo como mínimo, con lo cual, con la mano libre, se sujetó lo que seguramente se convertiría en un oscuro hematoma en pocos minutos.

-¿Qué hacías aquí? -preguntó él.

-Eh... -pensó rápido una (malísima) excusa. -Creí olvidarme de algo, así que volvía a traerlo -dijo casi tartamudeando.

Henrich cruzó los brazos sobre el pecho y frunció el ceño.

-¿Ah sí? -la retó. -¿Y qué era?

-Eh... ¡Azúcar! -soltó.

-Ya... -lo dejó pasar.

Karen se fue hacia la cocina deseando que la tragase la tierra, pero satisfecha.

CORAZONES EN GUERRADonde viven las historias. Descúbrelo ahora