Me pasé por mi centro de operaciones en una casa en una población no muy lejana de la ciudad. Me armé, me vestí como el verdugo que, desde las sombras, desataba las pesadillas en los criminales, ceñí el uniforme de camuflaje, me coloqué la máscara y guardé el disfraz de policía en el maletero del vehículo.
Conduje por carreteras secundarias, con los faros apagados, ocultándome por caminos de tierra en algunos tramos y fui a impartir justicia, a reclamar el sufrimiento de los muertos, a vengar la muerte de Mirhashe.
Aparqué en otro barrio, cargué con el petate y me moví por las calles oscuras; nadie me vio venir. Coloqué explosivos en la entrada blindada de la instalación del mapa: un bunker construido bajo un edificio evacuado con la excusa de unos vertidos.
—Vais a pagar —dije con rabia, apuntando con el fusil de francotirador, desde una planta de un departamento del otro lado de la calle—. El Infierno llama a vuestra puerta.
El temporizador inició la explosión que sacudió los edificios y reventó la puerta blindada. Miré por la mirilla y esperé a que los incautos guardias salieran después de que las llamas perdieran fuerza.
—Todos sois culpables —sentencié mientras disparaba atravesando un cráneo tras otro; esa escoria no supo de dónde provenía la lluvia de plomo que destrozaba sus cerebros.
Tras hacer limpieza, cuando una decena de cuerpos yacían en el asfalto ensangrentado, me dirigí al bunker; los últimos quince metros los recorrí pisando sesos.
—Deseareis la muerte, pero sufriréis hasta que permita que venga a reclamar vuestras almas. —El vacío de mi ser se percibía en mis palabras.
Desenfundé una pistola semiautomática, apunté a un guardia que quedó herido tras la explosión y se arrastraba sin piernas por la plancha metálica del pasillo principal del bunker.
Le pisé la espalda, presioné con las gruesas suelas de las botas militares y disparé al techo; los cristales de un tubo recto fluorescente cayeron en su cabeza.
—¿Cuántos jueces de la corte negra hay? —lo interrogué, dejé de pisarle la espalda y lo giré con la bota para que quedara boca arriba—. Habla y tendrás una muerte rápida. —El guardia, en shock, no fue capaz de responder. Enfundé la pistola, desenvainé un cuchillo de sierra y posé una rodilla junto a su cabeza—. No te aferres a ninguna esperanza, tu vida acaba hoy, de ti depende cómo sea su fin. —Acerqué el filo a su cara y le presioné la mejilla hasta que brotó una diminuta gota de sangre—. Dime qué jueces de la corte negra se han escondido en el bunker y no te sacaré los ojos ni escarbaré en tus cuerdas vocales.
El guardia tragó saliva.
—Hanreot —contestó, aterrado—. Solo está Hanreot Draengol.
Me levanté, envainé el cuchillo y caminé por el pasillo en dirección a las escaleras que conducían al nivel inferior. No quise concederle una muerte rápida, que se arrastrara desangrándose hasta que su corazón estuviera seco; su cuerpo mutilado, junto con los sanguinolentos surcos rojos, enviarían un claro mensaje: el sádico verdugo había regresado.
Descendí los escalones grises y, a cubierto, antes de recorrer una gruesa pieza de madera que unía la escalera dividida en dos, al escuchar los acelerados pasos, los gritos y las órdenes, lancé varias granadas. Los pecados tenían un alto precio y me iba a asegurar de que se pagaran con sangre.
—Elegisteis sufrir —dije, mientras desenfundaba la pistola y destrozaba a balazos las clavículas de un guardia que tuvo la mala suerte de sobrevivir a las explosiones y quedar sentado con la espalda apoyada en una pared—. Recuérdalo cuando tu corazón se pare y las criaturas endemoniadas vengan a por ti.
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Ecos de un delirio disonante
HorrorNhargot, un veterano detective que recorre senderos grises para cazar a los monstruos que ocultan su verdadera naturaleza tras sonrisas falsas mientras fingen ser buenos vecinos, se encuentra con un caso difícil: un asesino en serie ha sembrado el t...