Caminé por el pasillo que recorría la segunda planta del edificio, me paré en la puerta del departamento, giré un poco la cabeza y, por la ventana que estaba en un extremo del corredor, vi cómo la luz del sol se atenuaba y la ciudad se oscurecía; eran poco más de las doce de la mañana, pero parecía que las agujas del reloj hubieran avanzado hasta marcar las dos de la madrugada.
—No nos queda mucho tiempo —murmuré un pensamiento y llamé a la puerta—. Tenemos que frenarlos.
El ruido de los cerrojos, de los pestillos y de la cerradura precedió al leve chirrido que produjeron las bisagras durante la apertura de la puerta; Noaria, vestida con un pantalón oscuro y una camisa blanca remangada, se alegró de verme.
—Nhargot, menos mal que estás bien —me dijo mientras me invitaba a pasar—. La ciudad se está yendo a la mierda. —Caminó hasta una ventana, se apoyó en el marco y observó las nubes rojizas que emitían tenues destellos oscuros—. La gente enloquece, pierden las consciencias, caen en profundos sueños o mueren sudando sangre. —Inspiró despacio y me miró a los ojos—. Todo se está desmoronando.
Me vino a la mente lo que había visto en el oscuro mundo onírico: los libros arenosos que almacenaban recuerdos, las gigantescas puertas, la casa en ruinas y el enfermo del antifaz.
—Y lo peor está por llegar —contesté, recordando lo que sentí al tocar las puertas ancladas a las pesadillas—. Nunca nos habíamos enfrentando a nada así.
El silencio, como un rey sepulcral que ordena enterrar las palabras en sarcófagos bajo arenas movedizas, se impuso y empujó a Noaria a bajar la cabeza y apartar la mirada.
—Nhargot, no me separé de Mirhashe —me habló con la culpa resonando en su voz—. No dejé que la trataran sin que estuviera delante, pero alguien gaseó la planta. Las ventanas estaban selladas, no pude abrirlas, me tapé la boca con un pañuelo, aguanté la respiración todo lo que pude y traté de llegar a las escaleras. —Guardó silencio unos segundos—. Quise salir de la planta para vigilar los accesos, pedir refuerzos, llamar a Gharberl y que viniera con equipo, pero apenas pude recorrer medio pasillo antes de quedar inconsciente. —El dolor se reflejó en su rostro—. Lo siento, Nhargot. Le fallé.
Aunque no sabía qué destino corrió Mirhashe, cómo había acabado su vida, Noaria se sentía culpable por no haber impedido que desapareciera del hospital. Me acerqué un poco, ojeé por la ventana los relámpagos amarillos que recorrían la capa de nubes rojizas y la miré a los ojos.
—No le fallaste —le dije—. Estuviste a su lado y la mantuviste a salvo, pero esos cerdos jugaron sucio. —Saqué un cigarro y lo apreté hasta desmenuzarlo—. Siempre juegan sucio. —Miré el tabaco esparcido en mi palma—. Siempre lo han hecho. Siempre se han cubierto bien las espaldas para que nos fuera imposible ir a por ellos. Incluso con las pruebas, las copias de los documentos y los testimonios, supieron frenarnos. —Cerré el puño y apreté los restos del cigarro—. No pudimos descabezar a la corte negra porque eran demasiados influyentes, controlaban los juzgados policiales, tenían a los carroñeros de la división roja y los ricachones de la ciudad les debían favores. —Saqué el brazo por la ventana, abrí la mano y tiré el tabaco, el papel roto y la boquilla aplastada al callejón—. Pero eso termina hoy. Vamos a poner fin a su asqueroso reinado.
Noaria asintió con la cabeza.
—Vamos a acabar con ellos. —Caminó hasta una mesa, agarró la larga tela oscura que la cubría y la echó a un lado—. No nos verán venir. —Cogió un subfusil de tambor y comprobó el cargador—. Haremos limpieza. —Dejó el arma en la mesa y me miró—. Nunca pensé que llegarían a tanto, que tendrían el poder de destruir el mundo. Son despreciables, escoria, con vínculos en las grandes ciudades y en los gobiernos regionales. —Miró una pared decorada con fotografías de las caras de los miembros de la corte negra con muchos dardos clavados—. Llegué a pensar que algún día nos juzgarían con falsos cargos en un tribunal superior, que detendrían a los dueños de los periódicos que informan de la corrupción y que se harían con el control del gobierno de la ciudad mediante un decreto judicial extraordinario, pero no imaginé que desatarían un terror como este y se ganarían aún más su merecido descenso al infierno.
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Ecos de un delirio disonante
HorrorNhargot, un veterano detective que recorre senderos grises para cazar a los monstruos que ocultan su verdadera naturaleza tras sonrisas falsas mientras fingen ser buenos vecinos, se encuentra con un caso difícil: un asesino en serie ha sembrado el t...