Estaba delante de las fábricas viejas, mordiendo la boquilla de un cigarro, a tan solo unos pasos de adentrarme en la ratonera de muros agrietados, maquinaría herrumbrosa y repugnantes revividos por el enfermo del antifaz; era como si el destino, poseído por una siniestra adicción a las ceremonias sangrientas, hubiera escrito un retorcido guion para divertirse al verme interpretar el papel de un gladiador a punto de enfrentarse a una horda de bestias hambrientas.
El retumbar del cielo, la incesante sucesión de truenos tras los relámpagos amarillos, al igual que un piano desafinado en una película muda, componía la banda sonora de mi descenso al Infierno.
—Bonito día para acabar con todo —pronuncié en voz baja mientras una llovizna rojiza compuesta por gotas de sangre aguadas descendía de las capas de nubes rojas—. Un buen día para pagar por mis pecados y arrastrar a esos cerdos conmigo. —Di una última calada al cigarro, lo tiré al pavimento ennegrecido, lo pisé y caminé hacia las grandes y pesadas puertas entreabiertas—. Es hora de cazar.
Antes de entrar en las fábricas viejas, bajé la mirada y vi a una rata salir de un cubo oxidado lleno de agujeros y pasar chillando muy cerca de mis zapatos; me recordó a las ratas gordas y peludas que de niño sacaba de las cloacas para que mordieran a los abusones del colegio que se metían con algunos críos.
Nunca pude con las injusticias, siempre me hirvió la sangre al ver sufrir a los inocentes y jamás perdoné a los que creían tener derecho a infligir dolor. Mi oscuridad, ansiando imponer duros castigos, se engrandeció con cada año que cumplía, pero ya estaba unida a mi alma antes de que esta ocupara mi pequeño cuerpo en el vientre de mi madre.
Caminé por el espacio entre dos prensas mecánicas muy oxidadas que se habían convertido en el hogar de arañas de patas largas y cuerpos peludos. Tuve que apartar las telas que habían tejido entre las prensas y quitar las que se habían pegado al sombrero y a la gabardina.
—Siento haberos destrozado media casa —dije, tras coger a una araña que caminaba por la manga y ponerla en una prensa—. Si el mundo no se acaba hoy, dejaré algunos de los cadáveres de esos repugnantes desechos para que atraigan a las moscas y os deis un festín. —Fijé la mirada en los ventanales rotos de la fábrica y en el reflejo rojizo de las nubes—. Es lo menos que puedo hacer para compensaros.
Caminé hasta donde no había más que agujeros no muy profundos en las capas de hormigón y me detuve al borde de uno; unos años atrás desmontaron la mayoría de la maquinaria y la fábrica casi quedó como un paisaje lunar lleno de cráteres.
Filtrada por los ventanales, la luz rojiza de las nubes apenas hacía retroceder a la oscuridad y el intermitente silbido de una fuga de vapor en una tubería, al reverberar en las paredes, revelaba lo vacía que estaba la fábrica.
No me gustaba que jugaran conmigo, entré dispuesto a intercambiarme por Mirhashe, a liberarla y a enfrentar mi destino, pero esos repugnantes revividos, como un cirujano desequilibrado que opera sin anestesia, buscaban herirme en cuerpo y alma.
Moví despacio la cabeza de izquierda a derecha, escruté la oscuridad y terminé de convencerme de que estaba solo.
—Malditos desgraciados —hablé entre dientes y caminé hacia la parte de la fábrica que se mantenía a oscuras—. Vais a pagar no solo el haber retenido a Mirhashe, también pagareis por jugar conmigo. —El timbre de un teléfono me detuvo, me giré y vi la mesita desde donde sonaba—. Seguimos con el ilusionismo barato.
La potente luz amarilla de un foco iluminó la mesita y el teléfono que habían aparecido de la nada. Anduve a paso ligero, descolgué la horquilla y la acerqué hasta oír los canturreos roncos de unos niños.
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Ecos de un delirio disonante
TerrorNhargot, un veterano detective que recorre senderos grises para cazar a los monstruos que ocultan su verdadera naturaleza tras sonrisas falsas mientras fingen ser buenos vecinos, se encuentra con un caso difícil: un asesino en serie ha sembrado el t...