Capítulo 3

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La mansión Draengol, al igual que gran parte del barrio, estaba desierta. Los controles de acceso a esa lujosa zona residencial habían sido destruidos y los vigilantes yacían en las aceras, convulsionándose, mientras el viento arrastraba hojas marchitas y las amontonaba junto a sus cuerpos.

Los custodios de la seguridad de adinerados y poderosos, escoria reclutada entre antiguos carceleros y veteranos de la división roja, daban la impresión de haber sido privados de oxígeno el tiempo suficiente para convertirse en vegetales que babeaban y manchaban los pantalones como criminales en largas sesiones de sedación.

No sabía qué mal azotaba la ciudad, extendiendo sus oscuros tentáculos para ahogar a las personas en la más profunda inconsciencia al igual que una antigua bestia mitológica arrastraba los barcos al fondo del mar. El patrón variaba, Mirhashe quedó inconsciente, pero Noaria, cuando hablé con ella por teléfono antes de abandonar la jefatura roja, me dijo que balbuceaba frases y que los médicos decían que mostraba signos de actividad cerebral. Al igual que Mirhashe, la gente que quedó inconsciente en su edificio se encontraba en el mismo estado.

En cambio, los carroñeros de la división roja fueron reducidos a cuerpos vacíos que solo conservaban un hilo de vida mientras se desangraban despacio sudando sangre, empapando la ropa, y derramando incesantes lágrimas rojas; sus cuerpos lloraban por los pecados que cometieron mientras sus almas, capturadas por hambrientos espectros con mandíbulas metálicas, eran arrastradas al inframundo para abonar las raíces del Infierno.

—Se lo merecen —pronuncié un pensamiento en voz baja y apagué un cigarrillo en el cenicero del vehículo policial que cogí prestado en la jefatura roja—. No eran dignos del aire que respiraban. —Abrí la puerta, me bajé y me mantuve en silencio unos segundos con la mirada fija en las ventanas rotas de la mansión Draengol—. El mundo se derrumba, pero nada cambia. Los privilegios se mantienen y los ricos y los que ostentan el poder son los primeros en huir y esconderse. —Caminé hasta la valla de cortos tablones pintados con un brillante blanco y pisé la puerta arrancada y hundida en la tierra—. Supisteis lo que pasaba y evacuasteis el barrio pensando que escaparías de tener que pagar la cuenta de vuestros crímenes. —Llegué a la entrada de la mansión, me apoyé en el marco y miré la madera despedazada que no hacía mucho sellaba la casa—. Uno de tus sirvientes, que abandonaste porque ya no te era útil, no fue afectado por el mal que consume los pensamientos y me contó todo. —Caminé pisando una lujosa alfombra roja, los cristales de las ventanas y los cuadros destrozados—. Me dijo cómo organizasteis la huida, cómo, después de lo que pasó en el edificio de Mirhashe, empezasteis a huir como ratas de un barco en llamas.

Me detuve al ver los pedazos de una estatua de mármol de la Justicia; el tronco, partido en dos, estaba separado por algo menos de medio metro y la balanza y la espada permanecían casi intactas. Aunque lo que más me llamó la atención fue su cabeza decapitada que, cerca de la pata de una mesita, parecía mirarme a través de las vendas que le cubrían los ojos.

—Frenaste mis causas contra tus socios, contra tus familiares y contra ti —retorné a pronunciar mis pensamientos—. Moviste los hilos desde la sombra y echaste a las ratas de los juzgados policiales contra mí. Conseguiste que tuviera que aparentar que ya no os investigaba, pero, entre cacería y cacería, nunca dejé de acumular pruebas esperando el día en el que tuviera tantas que tuvieras que sentaros a negociar. No me valían solo las que tenía contra ti. —Miré un sofá de piel rajado y algunos cuchillos para deshuesar hundidos en los cojines—. Me repugnaba la idea de que nunca pagaríais en Dhorton, de que nunca acabaríais entre rejas, pero me reconfortaba pensar que, con todos los trapos sucios que tenía, os obligaría a renunciar y la ciudad tendría por fin un cambio. —Me acerqué a un mueble con largas estanterías y cogí una fotografía familiar enmarcada—. Pero ahora esto va a ir mucho más allá. Ahora no me conformaré con nada que no sea menos que infringiros con creces el sufrimiento que habéis producido desde los cómodos sillones de la corte negra. —Lancé la fotografía contra una armadura medieval de exposición caída sobre una mesa—. Vais a pagar. Seré el ejecutor de vuestra sentencia de dolor y muerte.

Ecos de un delirio disonanteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora