Capitulo VII: El libro Violaceo.

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                                                                                La Proeza del Zafiro. 

 

Aemond abrazó a la niña de cabellos plateados con tal posesión y tenencia, los brazos de él, se cerraron en un agarre firme y sólido, como si el príncipe no pudiese considerar, la sola idea de volver a liberar a su hermana, de sus propias garras.

Helaena no podía sentirse más que aprisionada, le era incómodo aquel tacto, la princesa no estaba acostumbrada a aquella proximidad. Pero en ningún momento tuvo la intención de apartarlo, simplemente no quería hacerlo, había añorado la presencia de Aemond más de lo que podía expresar.

Helaena aún no comprendía el propio ritmo de sus sentimientos para con el príncipe, le agradaba estar a su lado, aunque a veces la mirada aguda del príncipe la cohibía, y ella no sabía por qué.

La niña de ojos violáceos, decidió darse a la tarea de aclarar su mente, poner bajo ojo crítico, cada una de las sensaciones y percepciones que la envolvían y arrastraban, a un mar de incertidumbre personal, cuando se trataba únicamente de él.

>> "Mi Jinete de Dragón'' ... "Mi compañero de estudios"... "Mi protector"<<

Aemond era todo eso y mucho más.

La princesa recordó que cuando su joven hermano, era tan solo un niño pequeño, este ya estaba obsesionado con los dragones, vivía hablando de ellos, de lo mucho que deseaba poder tener uno propio, y cuánto había llorado Aemond cuando su huevo de dragón nunca eclosiono.

—¿Soy un verdadero Targaryen?—preguntó el príncipe a su hermana mayor.

—Tu eres Aemond Targaryen. Eres hijo del Rey de los siete reinos, por tus venas corre la sangre de Aegon El Conquistador—hablo con veracidad en la voz, la princesa Helaena—Algún día tendrás un dragón, será una majestuosa bestia, una que haya presenciado otros tiempos, otros cielos...

—No hay manera de que tú puedas saber eso—interrumpió el joven príncipe.

—Lo he visto en mis sueños, la imagen era más vivida que un recuerdo, eras un jinete de dragón, tu y tu bestia volaban los cielos de nuestras tierras, y lo cubrían todo bajo un manto oscuro. El firmamento desde las alturas se desmoronó , bajo tu violencia, en esa noche de lluvia, humo y truenos, tus manos fueron coloreadas con matices de sal y sangre real. Del Norte al Sur, acero y cobre que brilla al sol, más fuego, más cenizas, en los cielos, y la corona que nunca fue de oro, se vistió de mortajas negras y rojas. Y tu fuiste perdiendo tu alma, pues en el reflejo verdoso del río, una voz sedosa entró por tus oídos. Engañado y traicionado, cruzaste caminos con el desconocido...

La princesa rememoró haberle contado aquella visión a su joven hermano. Aemond se mostró tan sorprendido y confundido. En ese entonces ambos niños eran demasiado jóvenes para comprender la magnitud de aquel sueño profético. La princesa Helaena, podía recordar como los días de risas infantiles transcurrieron lenta y apaciblemente con la calidez del tierno verano, la niña estaba sentada en el césped verde bajo la sombra del árbol arciano, en su regazo se hallaba el príncipe Daeron, un infante de cinco días de su nombre, el niño dormía plácidamente, mientras su hermana acariciaba sus cabellos de oro y plata, una de las nodrizas intentó convencer a la princesa de llevarse al príncipe a los aposentos reales del infante, pero la princesa de diez días de su nombre se negó a la sugerencia de la sierva de su madre.

—Daeron siempre llora cuando no estoy a su lado—le recordó a la mujerona de anchas caderas.

El príncipe más joven vivía prendido de las faldas de su hermana mayor, la seguía por toda la fortaleza roja, como un cachorro sigue a su madre, a la niña no parecía molestarle, era todo lo opuesto a ello. Daeron significaba un regalo de los Dioses para la princesa.

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