Capítulo 2.

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—Dios, tú que eres tan divino y misericordioso, tú quién amas a tus hijos y a todo aquél que entone felizmente tu nombre en una oración. Te agradezco, Dios mío, por está tan preciada lluvia. — Exclamó aquél hombre, quien vestido con un atuendo negro, adornado con un alzacuellos blanco, levantaba sus manos hacia el cielo, comenzando a notar así las pequeñas gotas de llovizna que comenzaban a caer sobre sus viejas palmas. — Oh, señor mío. Procura por favor que esta lluvia no se vuelva un diluvio que arrase con nuestra tierra, y permite que aquél que tenga que llegar a destino, lo haga con seguridad. — Dijo por último, mientras observaba el cielo cada vez más oscuro.

Los truenos comenzaron a hacerse presentes luego de aquellas palabras, recitadas por el viejo sacerdote que allí estaba. El hombre, al notar como el clima comenzaba a ponerse levemente más intenso, sonrió una vez más y se encaminó hasta los adentros de aquella pequeña, pero reconfortante capilla a la cual pertenecía.

No por mucho, pues su tiempo allí estaba a días de acabar. Pronto, el lugar sería bendecido con un rostro nuevo, quien daría los cuidados al acogedor templo católico, mientras continuaba con sus labores sacerdotales con los hijos de aquél pequeño pueblo.

—Que hermosa lluvia nos ha enviado el señor, ¿No es así, padre?. — Dijo una voz varonil, jovial para ser exactos. Era el monaguillo, un joven de apenas unos once años de edad, con una mirada cargada de dulzura e inocencia.

—Claro que si, pequeño Dylan. — Respondió el hombre, sonriendo gentilmente al niño. — Dios sabe cuánto tiempo esperamos por esta lluvia. Él escucho nuestras plegarias y ahora nos brinda su bendición. — Comentó el hombre, tan alegre como solía ser.

Había sido una larga temporada de sequía para el condado, el fin de la primavera había traído consigo la larga sequía, que para el verano, era sin dudas un paisaje árido a la vista de los pueblerinos que allí vivían. Todos allí estaban deseosos por un poco de lluvia, pues el calor tan solo hacia destrozos por donde sea que se viera.

De repente, unos pasos apresurados se comenzaron a escuchar desde fuera. La lluvia había traído consigo a alguien que buscaba refugio de la misma.

—¡Buenos días, Padre!. — Exclamó una voz femenina, cargada de alegría. Una mujer estaba ingresando a la pequeña parroquia, mientras se cubría con sus brazos de aquél pequeño pero fuerte diluvio que comenzaba a ser cada vez más fuerte. — Uff, creo que nadie esperaba está bendición tan repentina. — Comentó sonriente. — He venido por mí niño, Padre. Espero no haya llegado en mal momento.

El hombre, ya anciano, sonrió al ver a la mujer. Siempre estaba feliz por ver a sus feligreses allí. Era verdad, si bien todos ansiaban que lloviese, no parecía haber indicios de precipitaciones alguna, sin embargo, tampoco era detestable la llegada de aquél aguacero.

—¡Alana!. Buenos días, hija mía. — Respondió el sacerdote, quien se acercó a ella con gentileza y paso calmado. — Veo que has tenido que correr, la lluvia te alcanzó. — Comentó con cierta preocupación. — ¿Gustas de algo caliente?. Quizás un té. — Consultó rápidamente.

—No, Padre. — Respondió Alana, entregando una sonrisa. — Se lo agradezco, simplemente he querido venir a ver si necesitaba ayuda. Antes de que llegué el nuevo párroco a esté lugar. Me sirve así, para luego acompañar a mí pequeño Dylan y que no llegue solo a casa. — Explicó la mujer, poniéndose un poco más erguida, enseñando así las facciones de su sutil y envejecido rostro femenino.

El anciano, viendo aquél gesto de la mujer, sonrió gustoso. Era un hombre sencillo y sobre todo, agradecido con todo aquel que esté a disposición de todos. Quien le extienda su mano al prójimo, quien dé sin esperar a cambio algún beneficio, quien tenga el alma pura y se entregue a Dios, profesando y amando su fé, para el padre Richard era algo digno de admirar.

El pecado después del amor.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora