Capítulo 5.

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Ambos sacerdotes se dispusieron a empezar su cena, sin darle entrada a cualquier otra cosa que pudiese pasar.
La tormenta había cedido milagrosamente, aunque por intervalos de tiempo llovía con ligereza.

Todos en el pueblo se encontraba ya, finalmente, en sus hogares. Muchos ya dormían, mientras que en otros, la gente aún seguía en vilo.

La casona de los Brown no era la excepción a aquello, las luces en su interior daban vida a la casa. Cuando apenas Berenice y Lucia habían tomado camino a ella, dentro de esa casa había nada más que dos personas.

Emma estaba haciendo la cena para todos los que habitaban alli. En soledad, dentro de la enorme cocina la cual aún le costaba familiarizarse.

Concentrada en rebanar un par de pequeñas verduras para colocarlas en una casi diminuta olla aparte, no se había percatado en lo absoluto de que alguien la estaba observando desde la otra punta del cuarto.
Allí, en el portal de la cocina, un hombre mucho mayor que ella, con melena y barba plateada. Su rostro arrugado por su evidente vejes. Una mirada café, bañada en descarada lujuria, observaba sin reparos a la joven criada que estaba de espaldas.

Aunque sus vestiduras no fueran tan llamativas, dejaban a la imaginación de cualquiera el encontrarla tan despistada y dulcemente como solo ella podía ser.

Sus joviales caderas femeninas decoraban aquella falda negra que viajaba hasta las rodillas de la muchacha. Un pequeño delantal blanco daba el toque perfecto a una imagen de más pura y cruel inocencia que, con el cabello recogido, entonaban increíblemente para cualquier fetichista embravecido por el deseo profano de perturbar su paz.

Ella, tarareando cándidamente mientras cocinaba, concentrada en lo que había, no se percató ni siquiera del ruido de unos cuantos pasos dados hasta detrás de sí. Cuando rápidamente se había dado la vuelta, ya era tarde.

Un fuerte grito de angustia se había oído en toda la casa, el cual de manera veloz había sido ahogado por una gran mano sobre sus labios. El delgado cuerpo de la joven había sido acorralado contra la mesada donde ella estaba, siendo sometida al peso de aquél depravado ser.
Él había sido más rápido de lo que ella podía creer, pues viendo que había tomado con fuerza el cuchillo con el que estaba cortando, este se lo arrebato, arrojándolo lejos del alcancé de la joven.

Emma comenzaba a temblar ante la impotencia, le costaba respirar. Tenía sus ojos cerrados con total fuerza, sintiendo la respiración de John Brown golpear desagradablemente en su oreja.

— Hola, hermosa. — Susurró el hombre. — ¿Me extrañaste?.

Aquellas palabras hacían sentir repugnante a la joven, desde que había entrado a trabajar allí, John Brown no había parado de acecharla. Nunca antes había tenido el cruel descaro de atacarla, pero encontró el momento exacto al notar su poca falta de atención y el no tener a la vista ninguna de las mujeres de la casa.

— ¿Qué crees?. — Preguntó juguetón el hombre. — Tenemos un pequeño momento para divertirnos. La bruja y su hija aún no llegan, así que tenemos la casa sola.

Poco a poco, comenzó a bajar una de sus manos por el abdomen de la joven, recorriendo con cruel deseo las finas capas de tela que la cubrían. Lentamente se dirigió hasta atrás de su cintura, acercándose hasta el cinturón que custodiaba aquello que escondía por debajo de sus pantalones.

Emma no paraba de dar gritos ahogados por debajo del bozal de piel y huesos que su abusador le había colocado, lágrimas nerviosas se habían comenzado a derramar. Su respiración era agitada, aunque ella podía jurar que el aire estaba comenzando a escasear. Pues la ansiedad que le estaba generando el sujeto, estaba quitándole la posibilidad de respirar con calma.

El pecado después del amor.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora