𝙥𝙖𝙧𝙩𝙚 𝙘𝙞𝙣𝙘𝙤

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Un sonido estridente tronó en el centro de mi despacho, agitando la sala con su robótica frecuencia. La estremecedora sensación de haber sido llamado otra vez por el jefe acabó por convertirse en un pensamiento suicida instantáneamente. Acababa de cumplir seis meses en la empresa y los únicos beneficios que había conseguido en la misma eran: una paga maravillosa y nuevas amistades. Lo demás era todo negativo.

Aborrecía ser el asistente personal de un sociópata en serie que disfrutaba de humillar públicamente a sus trabajadores, incluyéndome en el saco, por supuesto. El poco tiempo libre que poseía era profanado ipso facto por mi amabilísimo jefe en cuanto se daba cuenta de que no estaba en la oficina. El hijo de puta me mandaba recados imposibles sabiendo que lo eran, pero de alguna manera siempre acababa con lo que quería. Obviamente no porque él mueva su culo, si no porque yo me pegaba patadas en el mío.

Restregué mis manos por la cara en señal de desesperación. Me impresionaba mi autocontrol a la hora de entablar cualquier conversación con el corvus nasum sin partirle la cara. Era un demonio con patas y nariz de cuervo, por eso Isa y yo habíamos elegido ese nombre para él, le quedaba como anillo al dedo. En un principio lo íbamos a llamar pandemonio, pero como era fácil de descifrar optamos por el mote de " el nariz de cuervo" en latín. Al menos así no llamaban a recursos humanos.

Con un resoplido entre los dientes, alargué el brazo vagamente y pulsé el botón que aplicaba la función de altavoz.

—¿Diga? —escuché un silencio en la línea y me dispuse a colgar.

—Señor Leclerc, venga de inmediato a mi despacho. —su voz resonó por el megáfono, arrastrando palabras que me obligaron a pensar escenarios poco convenientes para mi economía.

—Enseguida, señor Sainz. —contesté, tratando de sonar lo menos acongojado posible.

Me levanté de la mesa sin hacer ningún ruido al arrastrar la silla. Ordené mis pensamientos a la par que desarrugaba mi camisa blanca y entré por la puerta que comunicaba las dos salas. Al abrirla me encontré con la imagen de mi jefe sumergido en su monitor, mientras escribía Dios sabe qué. Carraspeé un poco para que notara mi existencia, aún sin querer estar presente en ese habitáculo.

Siguió concentrado en la pantalla, así que me permití observar de manera detenida la oficina del nariz de cuervo. Carecía de emociones por completo, la pintura era un gris suave, no demasiado oscuro para la vista pero tampoco demasiado claro como para desentonar. Las estanterías eran de metal y rebosaban libros de contabilidad y economía, pura mierda que sólo servía para fardar de conocimientos con los clientes.

El ventanal que tenía a las espaldas era imponente, los cristales iban desde el techo hasta el suelo, creando un ambiente luminoso en la habitación. El escritorio estaba prácticamente abarrotado de papeles y carpetas esparcidas por toda su superficie sin un orden visible, pero seguro existente. Me permití relajarme en el sitio, dedicando mi atención a los detalles que me rodeaban, cuando la vista de mi jefe se posó sobre mí.

—¿Vas a quedarte ahí pasmado, o vas a sentarte? —comentó con voz áspera. Si no fuera tan capullo me resultaría muy atractivo el timbre de voz con el que ordenaba las cosas. Me senté rápidamente, no queriendo exasperar al pandemonio. Cuando estuvimos una vez frente a frente, habló.

—Le voy a hacer una propuesta, pero primero le voy a presentar los beneficios de la misma. —ordenó los documentos en una pila y tomó una carpeta que rezaba mi nombre— Esta propuesta debe ser vista como una opción de trabajo a corto plazo, con pagos por acción y un contrato que le prohíbo comentar con cualquier otro empleado de esta empresa. —vale, esto ya me estaba empezando a asustar. No me gustaba cómo sonaban esas palabras, seguro que me quería contratar para un crimen o algo.

Once In Monaco | Charlos *PAUSADA*Donde viven las historias. Descúbrelo ahora