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Destapé una botella de vino y vertí un poco en la copa de cristal que descansaba sobre la barra de mi cocina. Al terminar, y con mucho esfuerzo, volví a colocar el corcho dentro de la botella, y la devolví a la estantería donde siempre había por lo menos tres más de ellas.

Caminé lentamente hacia la copa, que seguía en la barra. El sonido de mis tacones me acompañaba a donde quiera que fuera. Desde que Stan había decidido comprar esta casa el eco que sus inmensas paredes generaban me perseguía hasta en mis sueños, aunque realmente no eran eso. Más bien eran pesadillas en las que el universo se burlaba de mí. Aún recuerdo ese primer día.

Era una tarde fría de invierno. La casa ante nosotros estaba cubierta de nieve; al lado de un pequeño pino completamente blanco había un muñeco de nieve. La cosa más espantosa que vi jamás, con esos botones negros haciendo las veces de ojos, y las rocas donde en realidad debería de haber botones. Pero lo peor de todo fue la bufanda; era tan colorida que podría haber muerto ahí mismo.

La casa estaba en los suburbios; había mucha separación entre cada casa, lo cual me agradó, pues así no tendría que dar explicaciones a nadie sobre las cosas que se escucharían. Por dentro era completamente majestuosa; el recibidor contaba con una doble escalera que formaba un medio círculo. Al centro de este había un pasillo que llevaba al comedor. Toda la casa estaba construida con doble altura, lo cuál en su momento sonaba como algo costoso, pero conforme los meses pasan simplemente se ha convertido en mi tortura. Cada vez que me encuentro sola en aquellos pasillos recubiertos de mármol siento como si las paredes comenzaran a caer sobre mí. Se retuercen y doblegan tratando de alcanzarme, pero nunca las dejo. Al poco tiempo me acostumbré a simplemente correr por los pasillos antes de que esa sensación de derrumbe pueda posarse sobre mis pensamientos, pero el resto de la casa no ayuda.

Las paredes son igual de altas en toda la casa, y si no siento que colapsan sobre mí, cuando estoy sola en alguna habitación, de vez en cuando me da la sensación de que éstas comienzan a extenderse hacia el cielo, dejándome cada vez más atrapada, más desesperanzada, más desolada.

Remuevo la copa en mi mano, generando un breve remolino en el vino, para después darle un trago y encaminarme hacia la puerta de entrada. De pronto lo recordé. Había oído el timbre apenas unos segundos atrás, o al menos eso creo. Nuevamente el sonido de mis pasos parece estruendoso en los largos pasillos blancos, y la desesperación crece al recordar la copa de vino en mi mano. Me resigno y camino con tranquilidad, meditando cada paso que doy, evitando elevar la mirada más de lo debido, y luego de lo que parece una absoluta eternidad observo el arco que se irgue sobre mí. Pronto me encuentro en el recibidor, con las escaleras detrás de mí. Un inmenso candelabro de tres niveles, todos de cristal, se eleva encima de mí. A veces me encuentro fantaseando con la idea de que un día caiga sin razón aparente sobre mí, y me libere finalmente de esta tortura. Al menos sería una muerte digna de ser recordada. "Aplastada por un candelabro". Pero me detengo. Jamás podría darles ese placer. Menos a Stan. Desde que descubrí su infidelidad con su secretaria regresa todos los días con la esperanza de que finalmente ese haya sido el día en que por fin me haya suicidado, pero cada día se lleva una tremenda decepción.

He llegado a pensar que eso es lo único que me mantiene con vida. La satisfacción de ver cómo cambia su expresión al descubrir que sigo con vida. Incluso llegué a descubrir que hay una palabra en alemán que describe precisamente eso:SCHADENFREUDE.Cuando la escuché por primera vez reí durante horas. Jamás creí que esa sensación sería la que me mantendría con vida.

Camino los últimos pasos hasta la puerta, tomo la manija de oro y la empujo hacia abajo, jalando la puerta hacia adentro al mismo tiempo. Delante de mí se encuentra una caja gigantesca, muy parecida a la que recibiría una persona al ordenar un refrigerador. Inmediatamente mi mirada se ensombrece. No puedo verlo, pero lo sé. En esa caja no hay un refrigerador, y eso es lo que me hace estar segura de que mí expresión ha cambiado. Inmediatamente camino hacia afuera para mover la caja. Para mi fortuna esta vez sí dejaron el carro para moverla.

Un abismo de locura y odio Donde viven las historias. Descúbrelo ahora