Capítulo VI: Frutillas.

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Si pueden leer el capítulo mientras escuchan "Symphony No. 5: IV. Adagietto. Mahler." quizás lo disfrutarían un poco más. 


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Miré el reloj de mi muñeca, marcaba las cuatro en punto, lo que sería nuestra habitual hora de sesión.

Cerré el libro con los nombres de los pacientes y me recosté boca arriba en mi diván azul, con mis manos sobre la boca de mi estómago. Observé el techo albugíneo, luego las paredes con papel tapiz de patrón celeste. ¿Qué habías dicho sobre eso la primera vez que viniste...? Ah, si, "papel tapiz de los años ochenta".

El martes fue nuestra pequeña discusión, y el jueves de esa semana no te hiciste presente en mi consultorio. Esta vez tu madre llamó para avisar. "Se siente descompuesto" fue lo que dijo.

Analicé el resto de la habitación: Un sillón individual que hace juego con el diván, alfombra celeste, mesa ratona de vidrio y unas cuantas impresiones enmarcadas de la obra de Egon Schiele.

Parece una especie de... maqueta, demasiado prolija.

La prolijidad, la limpieza y el minimalismo siempre han sido de mi total agrado, sin embargo comprendo que el resto de las personas no son iguales a mí, y no es el ambiente más propicio para que mis pacientes se relajen.

Más tarde llamé a una amiga que es decoradora de interiores, dijo que bastaría con adornar con algunas pequeñas cosas que hicieran a mi consultorio verse más "casero". Me sugirió un jarrón y flores, sin embargo el polen podría molestar a alguno de mis pacientes que tenga alguna alergia que desconozco, y jamás optaría por las de plástico. Coloqué en su lugar un tazón lleno de frutillas maduras, ya que son un regalo recurrente de parte de mi hermana y no disfruto las cosas con sabor ácido. Dejando eso de lado, me parecía original y fresco.

Lo acomodé exactamente en el centro de la mesa, ni un centímetro más a la izquierda o derecha, ni más delante o detrás.

Lo observé por unos cuantos minutos, largos minutos. Hasta que la luz de mi consultorio fue cien por ciento artificial.

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