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Kiara

El sonido del despertador llena mi habitación, sacándome bruscamente del mundo de los sueños. Con un suspiro profundo, me estiro perezosamente y, aunque siento el impulso de ignorarlo y quedarme en la cama unos minutos más, me obligo a levantarme. Hoy es otro día en la facultad y, aunque la rutina puede ser agotadora, cada clase me acerca un poco más a mi sueño. Así que, respiro hondo y empiezo la mañana.

Me dirijo al baño, donde dejo que el agua caliente me despierte por completo. Es un pequeño ritual, una pausa antes de enfrentar el ritmo de la facultad, como si cada gota de agua me inyectara la energía que necesitaré para el día. Mientras me visto con unos jeans cómodos y una camiseta holgada, mi mente ya repasa las clases que tengo. Anatomía, bioquímica… la carga es pesada, pero tengo claro que cada materia tiene su propio propósito en el camino hacia mi meta de convertirme en médica.

Con mi mochila al hombro, salgo de mi pequeño apartamento. A pesar de su tamaño, siento que es mi santuario; un espacio que me da libertad y me permite dedicarme completamente a mis estudios. Apenas cierro la puerta, el sol de la mañana ilumina mi camino, y la brisa fresca me da la bienvenida. Es un día lindo, de esos que dan energía y una especie de esperanza silenciosa. A lo lejos, veo a mis amigas esperándome, charlando y riéndose, su presencia siempre es reconfortante.

–¡Hola! –saludo con una sonrisa cuando me acerco a ellas.

–¿Kiki, cómo es posible que estés tan feliz tan temprano? –murmura Candela mientras se recuesta en mi hombro. Me río de su queja, porque en el fondo entiendo su resistencia a las primeras horas de la mañana.

–Es que hay sol –le respondo, fingiendo una seriedad que no se me da bien–, y, además, anoche conseguí entradas para el partido de mañana.

Candela pone los ojos en blanco, y sé que probablemente esté pensando en mi “extraña obsesión” por el fútbol. Mientras charlamos, caminamos juntas hacia el edificio de clases, donde el día de estudios está por empezar.

Una vez en clase, me sumerjo en mi mundo académico. Las horas pasan como en un abrir y cerrar de ojos, entre apuntes, fórmulas y términos que, aunque complicados, disfruto desentrañar. A veces me siento un poco abrumada por la cantidad de material que debo aprender y memorizar, pero recuerdo que todo forma parte del camino. Al final, el esfuerzo valdrá la pena.

Después de clases, mientras la mayoría de los estudiantes se dirige a casa o a hacer otras actividades, yo me escapo a la biblioteca. Ese es mi lugar sagrado, donde los libros y el silencio me envuelven, permitiéndome concentrarme y estudiar a fondo. Al pasar las páginas de mis apuntes, siento que cada detalle que leo me acerca más a mi sueño, y aunque el desafío es grande, también lo es mi pasión. Siento que pertenezco a ese mundo, rodeada de conocimiento y posibilidades.

Horas después, el sol ya está bajando en el horizonte cuando decido guardar mis cosas. Mis amigas y yo quedamos en cenar juntas, así que camino hasta el punto de encuentro con ellas, sintiéndome algo cansada pero satisfecha. Hoy fue un buen día, otro escalón en el largo camino que he decidido recorrer.

Nos dirigimos hacia un restaurante acogedor en el centro de la ciudad. El ambiente es cálido y la comida huele delicioso, lo cual siempre es un plus después de una jornada intensa. Entre risas y bromas, comenzamos a hablar de todo y de nada, saltando de tema en tema con facilidad.

–Espero que, por lo menos, algún día te cruces con algún jugador famoso y él se enamore de vos, te bese y se casen –dice Candela en tono bromista–. Así te hacés millonaria y nos mantenés a todas.

Las cuatro reímos con ganas. Candela tiene esta idea de que, si voy a pasar horas en un estadio, al menos debería sacarle algún “provecho” financiero a la experiencia.

–Entendés que no hay forma de que me cruce a nadie, ¿no? –replico, intentando sonar lógica–. ¿Qué haría un jugador en la tribuna?

–Podrías cruzarte a algún millonario que solo sea hincha –insiste Valentina, haciendo que todas riamos otra vez.

–O conseguirte un cirujano plástico –murmura Támara, quien suele ser la más callada del grupo, pero cuando habla, siempre sabe cómo dar en el clavo.

–O quizás dejan de buscarme pareja y se preocupan por ustedes y sus novios raros –respondo, medio en broma, medio en serio, cansada de sus fantasías matrimoniales que parecen siempre tenerme como protagonista.

La cena transcurre entre conversaciones divertidas y ligeras, sin nada realmente importante, pero cada palabra, cada risa, fortalece los lazos que tengo con ellas. Al terminar, nos despedimos, y me dirijo de vuelta a mi apartamento. Estoy cansada, pero siento una satisfacción tranquila. Hoy fue uno de esos días en los que todo parece ir en la dirección correcta.

De regreso en casa, me preparo para dormir. Al meterme bajo las mantas, mi mente no tarda en divagar, perdiéndose en pensamientos sobre el futuro. Aunque no soy del tipo de persona que se sienta a planear cada detalle de su vida, tengo la esperanza de que, en algún momento, encontraré a alguien especial.

Quiero una historia de amor, pero no cualquier historia. Sé que tal vez no termine con el mejor jugador de fútbol del país ni con un famoso cirujano, pero sí quiero a alguien que me entienda. Alguien que valore lo que soy y lo que sueño ser.

Al final, no necesito que sea rico ni famoso; solo quiero que sea alguien que me valore de verdad, que entienda mi amor por la medicina y que, de algún modo, complemente la vida que estoy construyendo con tanto esfuerzo. Tal vez mi historia de amor todavía no ha comenzado, o quizás ya está en marcha y ni siquiera lo sé. Sonrío ante esa idea, mientras me acurruco más en mi cama y dejo que el sueño me lleve de nuevo.

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Les dejo el primero, espero que les guste

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