Capítulo 13 (II)

130 27 66
                                    

Santa Mónica, verano de 2015


Pasó cerca de un año desde que hui de Lio aquella vez, en algunas oportunidades quise buscarlo para disculparme, él había sido un padre asombroso y por miedo escogí la calle. Pensé en volver y contarle la verdad, pero nunca me atreví, creí que al saber todo, me echaría de su lado. Eso hubiese sido más doloroso.

Pasé las noches en un albergue, a veces visitado por un sacerdote que solía hablarnos del amor de Dios a quienes allí hacíamos vida. En alguna ocasión mencionó algo sobre la maldad y cómo esta era inherente del hombre «Sí, claro». Cuando supo parte de mi historia, llegó a decir que esa era la prueba fehaciente del amor divino. ¡Por favor! Como si ese Dios suyo me hubiese ayudado a escapar.

Lo único que me gustaba de las visitas del padrecito eran los días en que impartía clases de primeros auxilios, de algún modo, me sentí más cerca de mi sueño. Fuera de eso, solía vender artesanía y golosinas en plazas o parques cercanos. Algunas veces fui voluntario en el comedor del albergue, así tuve oportunidad para preparar unos dulces de maní que Karen me enseñó. Siempre fueron éxito de ventas.

Desde que hui de Lio, no volví a acercarme a alguien más, decidí no crear lazos, ¿para qué? Si mi pasado acechaba y cada vez que alguien importante entraba a mi vida, con dolor, las sombras volvían a arrastrarme. Si me hablaban, respondía; si sonreían yo también, pero ni siquiera viene a mi cabeza el nombre de alguien con quien conviví aquellos días.

Con la llegada del verano, las playas en Santa Mónica suelen llenarse de fiesta, juegos, color y comida; no fue distinto entonces. La vendimia en el Festival del mar era el lugar propicio para llevar artesanías y por supuesto, mis dulces.

Apenas pisé la playa Santa Catalina, recordé los paseos con mamá, su risa y juegos. Por un instante, cerré los ojos para intentar percibir su esencia, me vi de cuatro o cinco años mientras ella me hacía girar en la orilla hasta marearnos y caer, muertos de risa donde el mar revuelto nos revolcó en varias oportunidades.

Un pesaroso suspiro se me escapó al retornar a la realidad, estaba solo desde hacía mucho, incluso aquel día en medio de risas, música y voces desconocidas de quienes asistieron al festival. Me encogí de hombros y seguí adelante. Sonreí para mí mismo con la vista en el horizonte, en ese cielo que empezaba a tornarse naranja y acabé de adentrarme en aquel festivo sitio.

Con un brazo exhibí las pulseras, pendientes y collares que llevé, mientras que portaba una bandeja con muestras del dulce de maní en el otro, conforme caminaba por la playa; pero entre tanta variedad y competencia, las ventas estuvieron un poco flojas. Suspiré, fastidiado, más de una vez, porque aún no lograba siquiera recaudar el dinero que invertí.

De repente, un Pollo gigante apareció de la nada y no miento; un segundo contemplaba el horizonte, casi derrotado, a punto de desertar para volver al refugio, y al siguiente, ese pollote saltaba mi lado.

—¡Aaaaaaaaah! —Escuché al enorme pollo chillar, emocionado, y pese a la máscara que cubría por completo su cabeza, su grito casi me rompe los oídos—. ¡No puedo creerlo! Hace casi dos años que no veía esto. ¡Me muero!

Lo vi sacarse la cabeza de pollo y quedó al descubierto un chico como de mi edad o quizás menor, porque sin duda era un poco más bajo, con tez morena y unos ojos color miel que bien podrían ser parte del mismo dulce tostado que reposaba en mi bandeja y le provocó tal emoción.

—¡Ay, te juro que necesito esto para vivir! —Su dramático tono me provocó una buena carcajada y procedí a entregarle una muestra que el chico engulló enseguida. Cuando el dulce tocó su lengua, la expresión reflejada en su rostro fue de puro placer—. ¡Está delicioso! ¿Quién preparó esto? Necesito conocerlo, estoy seguro de que viene de mi bella isla.

Entre sombras y sueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora