1. EL CUBITO DE HIELO

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Era increíble que en aquella ciudad, tan brillante cuando observabas su superficie, existieran lugares tan tenebrosos.

Aunque apenas le quedaban fuerzas, la joven corría por las oscuras calles. Iba con la capucha puesta, pero su chaleco de tela vaquera y cuero estaba empapado de sangre. En su espalda, con cada zancada, rebotaba una katana envainada. De la empuñadura pendía un gracioso colgante, un cubito de hielo con expresión adorable.

Miraba constantemente atrás, en busca de aquello que la perseguía, aunque la ausencia de luz impedía que viera muy lejos. En otras circunstancias habría dependido de su oído, pero su propia respiración la ensordecía. Sabía que, si no encontraba un refugio pronto, estaba acabada. La sangre que la cubría no era suya, pero la habían vapuleado lo suficiente como para que su velocidad de respuesta se viera afectada. Y un solo segundo de retraso en su capacidad de reacción podía suponer la muerte. La cazadora se había convertido en la presa.

Giró una esquina y, sorprendida, tuvo que entrecerrar los ojos. No había esperado encontrar un edificio como aquel en medio de aquellos callejones en penumbra. Tenía cuatro o cinco plantas, siendo más bajo que los que lo rodeaban, y estaba totalmente separado del resto. Toda la fachada resplandecía con luces de colores, dibujos peculiares y enormes mensajes en katakana. Instintivamente, la mercenaria se acercó a la entrada del llamativo local, una puerta ancha con la altura de dos hombres. Solo se podía cerrar mediante una gigantesca persiana metálica.

Sobre aquella entrada había un mensaje en inglés que la joven podía distinguir con claridad, a pesar de estar medio cegada.

THE COIN BLOCK

El interior estaba repleto de máquinas expendedoras cargadas con toda clase de comidas y bebidas. Era una habitación enorme, y no había ni un solo hueco libre en la pared. Algunas de las máquinas hacían ruiditos mecánicos, otras emitían suaves melodías. De una de ellas provenía el reconocible tañido de las monedas que se acumulaban en su interior, como si algún mecanismo estuviese haciendo recuento.

En el centro de la habitación había ocho bancos. Cuatro apuntaban a las máquinas expendedoras, y los otros cuatro estaban confrontados entre ellos. Sobre uno había un señor sentado. Tenía el rostro ancho y una larga melena blanca, a pesar de que la descuidada barba de su rostro era principalmente negra. Iba vestido con una extraña camiseta de color amarillo chillón y unos pantalones de chándal.

El desconocido evaluó a la joven con sus penetrantes ojos verdes.

Ella retrocedió y negó con la cabeza. Aquel lugar no era un buen refugio: sin duda se trataba de un sitio demasiado llamativo, y además no quería que ningún civil acabase mezclado en su pelea. No se sentía capaz de protegerlo, si se daba el caso.

Suspiró y se dio la vuelta. Tenía que largarse de allí cuanto antes.

—Chica, ¿a dónde vas? —preguntó la voz del señor entrado en años—. ¿Te has perdido?

La joven se dio la vuelta para responder, pero retrocedió sobresaltada. ¿Cómo se había acercado aquel tipo tan rápido a ella? No había escuchado ni uno solo de sus pasos.

—N-no es que esté perdida —respondió—. Estoy escapando. Me persiguen unos monstruos, ¿sabes? Tengo que alejarme de aquí. Tú también estás en peligro.

—Aquí estamos a salvo. Quédate. —El desconocido movió una mano desdeñosa hacia la oscuridad de la calle—. Los monstruos no pueden encontrar este sitio. Ya les gustaría.

—¿Qué? Pero... —La joven negó con la cabeza—. Me están persiguiendo —insistió—. Tienen mi rastro. Voy a...

—Si te quedas más tranquila, mira esto. —Su interlocutor se sacó del bolsillo un mando con un llamativo botón rojo en el centro—. Si lo pulso, la persiana de seguridad se cierra. No podrías volver a abrirla ni con un buldócer. Aunque te diré que en muchos años solo te tenido que usar este mando dos o tres veces, y nunca por culpa de un monstruo.

The Coin BlockDonde viven las historias. Descúbrelo ahora