Recuerdos y dibujos

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—Señora Ávila, no sé si es lo correcto. Debería ser usted, o alguien de la familia.

—¿Quién más correcto que vos, Malcolm? Eras su mejor amigo, y aparte yo no quiero entrar ahí. No creo que tenga la fuerza suficiente. Por favor...

Ay, carajo. Me tragué la confesión que ardía en mi lengua y asentí. Si no había de otra...

—Bueno, señora. Voy esta tarde. Le traigo todo lo que crea que usted querrá guardar.

—Gracias, cielo.

Salí de la casa y apenas había alcanzado la vereda cuando me sacudió un sollozo, casi como un ataque de náuseas. Corrí hacia el auto y me encerré dentro antes de soltar el llanto con tanta violencia que casi vomité, otra vez. No era justo para la madre de Kevin, yo estaba siendo el tipo más mierda de la historia de tipos de mierda de la humanidad. ¿Pero cómo le iba a decir? "Mire, señora, su hijo conducía borracho esa noche porque yo estaba aún peor, me había metido cocaína a lo bestia." Incluso pensarlo se sentía imposible, jamás iba a poder soltar esas palabras. Y todo, además, a causa de que la señora Ávila había pedido que no se hiciese ninguna pericia innecesaria. Había aceptado el accidente y la muerte, y listo. No quería indagar más, no quería meter el dedo en la llaga, y acá estaba yo como un imbécil con el secreto más pesado que jamás había tenido en toda mi vida.

Cuando me calmé conduje hasta mi departamento y me di una ducha para calmarme (funcionó a medias). Esa tarde, tal como le había prometido a su madre, fui hasta el monoambiente de Kevin y entré sin miramientos. Quedarme fuera observando la puerta no lo iba a hacer más fácil, y decidí arrancar la curita de un tirón. En cuanto cerré la puerta detrás de mí me apoyé de espaldas en ella y miré alrededor. Todavía hasta el aire olía a mi amigo, ese desodorante que era el más decente y menos invasivo del supermercado. Todo perfectamente en orden, claro, porque él era así. Hasta los libros estaban ordenados por color y altura. Era estresante.

Caminé hasta pararme en medio del lugar y solté un ruidoso suspiro para darme ánimo. ¿Y qué hacía ahora? ¿Qué le llevaba a su madre? A ver... ¿las fotos enmarcadas? ¿El borrador de su libro en el tercer cajón de la cómoda? ¿Sus bocetos a lápiz apilados en el escritorio en un perfecto y pulcro montoncito? ¿Su ropa? ¿Qué hacía con su ropa? ¿La regalaba o la quemaba? ¿Qué dolería menos?

Me dejé caer sentado en la silla del escritorio, súbitamente agotado aunque aún no había hecho nada. De los nervios, mis manos inquietas agarraron los bocetos y los comencé a ver uno tras otro en piloto automático, hasta que uno llamó mi atención.

Era yo, en un momento equis de alguna de nuestras juntadas. Estaba tirado en el sillón con el celular, y Kevin me había dibujado con tal detalle, luces y sombras, que sospeché que me había pasado horas mirando el aparato sin darle atención a él. Pasé varios bocetos más y me encontré de nuevo, un retrato de líneas rápidas pero precisas, como si me hubiera dibujado de memoria o en apenas unos minutos. Había más dibujos de mí, los suficientes como para que notara que era uno de sus sujetos favoritos (o tal vez yo era un modelo atractivo, pero vaya uno a saber). ¿Cómo que nunca me había enterado? Sentí un nudo en la garganta que se hacía cada vez más grande hasta el punto de doler, como si tuviera algo atravesado. Sin pensarlo, porque no había nada que pensar, separé esos dibujos y los guardé en mi mochila. El resto los dejé donde estaban, para guardarlos después en una caja y llevárselos a su madre.

Me levanté y empecé a recorrer el monoambiente como un escáner, pasando por cada mueble y cada lugar y metiendo todo lo que era para la señora Ávila en una caja de cartón. Algunas cosas me las guardaba en la mochila, más que nada objetos que yo le había regalado o que significaban algo para nuestra amistad. Iba a doler como un infierno recordarlo cada vez que los viera, pero no me animaba a soltar todo. No aún.

Cuando terminé, quedaban la ropa, los muebles, la ropa de cama, las cosas de la cocina. No era mucho. Kevin siempre había sido simple, casi minimalista. Ni televisor tenía. Lo hice todo un montón ordenado sobre la cama para el dueño del monoambiente, o por si venía otra persona, o la madre de Kevin misma en algún momento. Yo que sé.

Levanté la caja, apagué las luces y salí. Era de noche ya. ¿Cuándo había pasado tanto tiempo? Miré atrás una vez y luego volví los ojos hacia adelante, caminando hasta mi auto. Nunca más volví a ese lugar.

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