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Lucero

Después de aquella primera noche Ana y yo nos volvimos como uña y mugre; es decir, inseparables. Siempre salíamos a comprar la despensa juntas o llevábamos de paseo a Lucerito.

Un día estando las tres en la sala, Ana y mi pequeña jugando mientras yo las observaba desde el sofá, Lucerito decidió interrumpir su juego abruptamente sin razón alguna, o al menos eso creí hasta que habló.

—Estoy aburrida.— Dijo ella. —Quiero salir.—

Intercambié una rápida mirada con Ana antes de que ambas soltaremos una carcajada y yo respondiera. —Por supuesto, mi corazón. Si quieres podemos ir al parque en la noche.—

Para sorpresa mía, Lucerito rechazó mi propuesta con un simple movimiento de cabeza. —No, quiero que vayamos las tres; tu, Ana y yo.—

Nuevamente Ana y yo intercambiamos miradas. Ella parecía estar preguntándome silenciosamente qué decirle, cosa que me hizo volver a reír.

—Está bien, Ana puede ir... Pero mejor lo hacemos mañana, ¿qué te parece? Así planeamos mejor y aprovechamos todo el día juntas.—

Lucerito se quedó callada por un momento, luego se acercó a Ana para susurrarle algo al oído descaradamente y a pesar de su poca discreción no logré adivinar qué era. Mi único indicio fue el leve asentimiento que Ana dio cuando mi hija habló.

—Está bien, mami.— Dijo ella con determinación. —Que sea un día de campo. Ana llevará la comida y tu y yo las cosas, ¿trato?—

Mi princesa me tendió su mano tan firmemente como un soldado. Yo le sonreí tratando de contener el bufido que amenazaba con escaparse de mí y correspondí su saludo. —Trato.—

Al día siguiente mi hija me despertó con repetidos llamados. Ella ya hasta estaba vestida mientras yo seguía en bata. Cuando miré sobre su hombro vi a Ana recargada en la puerta también en pijama, la pobre estaba soltando bostezo tras bostezo.

Lucerito estaba más que impaciente porque nos fuéramos, tanto Ana como yo parecíamos estar bajo el régimen de una mini dictadora, Ana forzada a preparar la comida y yo a arreglar las cosas para nuestro día.

Al terminar comenzamos a alistarnos. Por mi parte llevaba un vestido blanco holgado y un sombrero para cubrirme del sol. Mi cabello estaba atado en un moño bajo y mi rostro casi libre de maquillaje. Ana, por otro lado, llevaba un sombrero algo más pequeño, el cabello suelto y un vestido floreado.

El sol ardiente nos envolvía mientras nos preparábamos para nuestro día de campo. Lucerito, Ana y yo caminábamos hacia el prado, llevando una canasta llena de delicias. Observaba a Ana con curiosidad, preguntándome qué pensaría de nuestra excursión familiar.

Al llegar desplegamos la manta sobre el césped verde y empezamos a disfrutar de la comida. Ana y yo compartíamos anécdotas mientras mi princesa jugaba entre las flores.

A medida que el día avanzaba, noté cierta tensión en el aire cada vez que Ana me miraba. Me preguntaba qué pensamientos rondaban por su mente. Aunque intentaba ignorar la sensación incómoda, no podía evitar preguntarme qué ocultaba esa mirada profunda.

—Oye, Ana.— Al oír su nombre ella volteó a verme, claramente curiosa. —¿Qué tanto se secreteaban tu y la beba ayer?—

Ella rió y negó con la cabeza. —Nada, solo me estaba proponiendo uno de sus "locos" tratos, ya sabes como es ella.—

—¿Ah sí? ¿Qué te propuso?—

Ana se quedó callada y solo me dedicó una sonrisa pícara. Luego de unos segundos me resigné a la idea de que no me diría nada así que devolví la vista al campo, pero algo faltaba. Las flores ondeaban con el viento, pero no había rastro alguno de mi niña.

Dos Mil RosasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora