Prólogo

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El bebé yacía sobre los delicados brazos de una mujer, preciosa a ojos de su marido, quién posaba su mano por encima de su hombro y lo acariciaba, admirando los ojos celestes de su recién nacido.

Fíjate, tu hijo ha heredado tus ojos, son preciosos—La mujer puso su dedo índice sobre la nariz del bebé y la acarició con delicadeza mientras sonreía con sus labios y achinaba su mirada—Shh, deja de llorar, cielo—Aunque sabía que su hijo no iba a hacerle caso, ya que seguía llorando, intentaba calmarlo con un tranquilizador movimiento de brazos.

Es cierto, tiene mis ojos, por eso son tan bonitos—Bromeó el hombre, que tenía la mirada clavada en las yacentes lágrimas de su hijo, éstas, surcaban sus cálidas mejillas y las enrojecían, él también sonrió, su mujer, al mirarlo, le había contagiado aquella sonrisa, de la que se había enamorado profundamente—Espero que el chico herede tu sonrisa, la mía deja mucho que desear—Dijo, mirando a la mujer, ahora llevando su otra mano a la cabecita del pequeñín, la acarició, con muchísima cautela, y lo observó teniendo en cuenta que aquello que sostenía su mujer en brazos valía muchísimo más que toda una habitación llena de oro, llena de diamantes, llena de rubíes, incluso de esmeraldas.

La puerta corredera de la habitación se abrió de golpe, marido y mujer se asustaron y ladearon sus rostros, sorprendidos, llevando sus ojos a la entrada, averiguando al instante que el hombre que había entrado a la sala parecía haberse esforzado mucho, tanto que hasta sus envejecidas mejillas se habían enrojecido, el alopécico, con una barba que le llegaba hasta el pecho y del color de la nieve, sonrió de oreja a oreja, mostrando sus ya no tan blanquecinos dientes.

¡Díos mío! ¡Ha nacido! ¡Soy abuelo! ¡Soy abuelo!—Miró hacia el techo y exclamó, haciendo temblar todas las ventanas del lugar asustando a la enfermera de la planta baja, de hecho, no le hizo falta el bastón para abalanzarse corriendo hacia la pareja de enamorados, quienes sujetaban a su hijo con fuerza, miedosos de que el abuelo no tuviera cuidado—¡Míralo! ¡Míralo!—En aquel momento, el abuelo del niño seguía sonriendo, su hija lo miraba con incredulidad pero también sonreía, un poco nerviosa por lo que su, desde siempre, enérgico padre podía llegara a hacerle al hijo.

El abuelo lo cogió por las axilas sin pedir permiso y lo alzó con ambas manos, sosteniéndolo en alto, dando vueltas sobre si mismo. El bebé dejó de llorar, y empezó a reírse a carcajadas, junto a su abuelo. Los otros dos se miraron por un instante, y, tras alzar los hombros mutuamente, se abrazaron, observando la escena, felices.

Que le vamos a hacer, tu padre siempre ha sido así de...—Su esposa miró al que agarraba su hombro y le interrumpió—Si, así de feliz—El hombre se limitó a asentir con una sonrisa nerviosa esbozada en sus labios y la mujer volvió a mirar a su padre, y a su hijo. Por lo menos había conseguido calmarlo.

El barbudo yació al bebé sobre sus brazos, posando su cabecita sobre su pecho, con delicadeza, pues a pesar de ser impulsivo sabía que a lo que cargaba en brazos equivalía a una vida, y jamás se le ocurriría tratarlo con brusquedad. Giró su cansado cuerpo y miró a su nuero y a su hija, que ya lo observaban.

¿Has visto Ayane?—Sonrió—Por fin soy abuelo—Se acercó a ellos y le cargó en brazos de la madre al bebé, ella sonrió al oírle decir eso.

Así es, papá. ¡Pero has de tener más cuidado la próxima vez!—Ayane desafió con la mirada a su padre y este se rascó la nuca, sonriente, pues sabía que lo había hecho mal pero, aún así, estaba feliz.

¿Ya sabéis cómo se llama?—Preguntó el más mayor, esta vez mirando a su nuero, ellos lo negaron con la cabeza—¿¡Qué?!—Sentía que se le iba a salir el corazón por la boca.

KENZO - [KIMETSU NO YAIBA] Donde viven las historias. Descúbrelo ahora