¿Oyes eso?

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Kenzo abrió los ojos exaltado, inclinó su espalda hacia adelante y con la respiración agitada alzó las manos, vio que las tenía llenas de callos y heridas. Se encontraba sobre un futón de color azul, en medio de una pequeña habitación que tenía ventana en una de las paredes.

La luz del sol iluminaba las heridas de su cuerpo, no llevaba nada puesto, tan sólo el pantalón del pijama, de un color azul medicinal. Su torso, desnudo, tenía varios moratones.

De pronto, se abrió la puerta corredera que había frente a él, divisó la silueta de un señor alto y mayor, llevaba ropajes cómodos, iba descalzo y sonreía.

¡Venga! ¡Es hora de entrenar!—Llevaba apoyada en su hombro una katana de madera, con la punta sin afilar. Kenzo le miró a los ojos y tras suspirar cansado se levantó lentamente, dejó atrás aquel futón e ignoró al contrario, pasando por su lado.

Bajó los dos escalones que separaban su habitación del terreno de prácticas y respiró profundamente, alzando el mentón, cerrando los ojos, inhalando el aire puro que podía respirarse allí, iluminado por la belleza del sol.

Por lo menos podrías darme los buenos días...—El mayor se giró, cruzó los brazos y desvió  la mirada, refunfuñando.

El otro no le respondió, volvió a respirar profundamente y se acercó al pequeño estanque que había en el terreno, no estaba muy lejos de su habitación, para ser concretos, a un par de decenas de metros.

Cuando estuvo lo suficientemente cerca acercó sus manos a la claridad del agua y después se las llevó a la cara, lavándosela, disfrutando de la sensación de sentir aquel líquido sobre sus mejillas.

Oye, Kenzo. ¿Has vuelto a tener esa pesadilla? O algo así...—Preguntó, poniéndose a su lado, acuclillándose también. Él, sin embargo, no se mojó la cara, pero si que se quedó observando el reflejo de la misma.

Yamada, déjame en paz.—Suspiró y se alzó, dejando atrás al mayor, quien le perseguía con la mirada, él también se levantó y se rascó la cabeza.

Kenzo...—Susurró su nombre, le vio acercarse a una de las espadas de madera que había tiradas por el suelo, la cogió y empezó a entrenar por su cuenta.

Ya habían pasado varios años desde entonces, pero jamás dejó de pensar en cómo había ocurrido todo, ni en cómo Muzan acababa con su familia sin temor alguno, sin piedad, desgarrándole los sesos a su padre, aplastándole la cabeza, machacando la pierna de su abuelo, y convirtiendo a su madre en demonio.

Cogió aquella katana de madera y se colocó frente al maniquí. Asestó varios golpes, rápidos y precisos. Él imaginaba que aquello a lo que le asestaba golpes era a Muzan, sus ataques iban acompañados de ira, tristeza, y mucho dolor.

Yamada, el mayor, caminaba en su dirección, visualizaba a Kenzo, tenia el ceño fruncido y los dientes apretados, algunas de las venas de sus músculos se hacían de notar.

Kenzo...—Susurró, se quedó parado a varios metros del maniquí, quedando frente a él, aún tenía apoyada en el hombro la katana de madera. Analizaba sus ataques, al fin y al cabo, era su maestro.

Veía que, a pesar de atacar con fiereza y mucha potencia, la rabia acumulada en su interior le cegaba, y no le permitía recapacitar sobre sus propios errores.

¡Kenzo!—Se colocó frente a él y bloqueó su siguiente ataque con su katana de madera, lo miró a los ojos mientras retenía la del contrario, que aún seguía blandiéndola, haciendo fuerza en sus brazos para intentar quebrar el bloqueo de su maestro.

KENZO - [KIMETSU NO YAIBA] Donde viven las historias. Descúbrelo ahora