Las sombras de miseria

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Me encontraba en los despiadados campos de Tothill, el peor lugar del inframundo londinense. Un antro de miseria donde cada día decenas de personas perecían de hambre, heridas o simplemente perdían la cordura. Los afortunados que lograban sobrevivir solo esperaban el oscuro abrazo de la horca o las brutales condiciones del trabajo forzado.

Tenía que escapar de aquel averno a toda costa. Apretaba los puños con desesperación mientras mi mente bullía en ideas desesperadas. El frío gélido que emanaba de las paredes de hormigón y la tenue luz que se colaba por la pequeña ventana enrejada disipaban rápidamente cualquier atisbo de esperanza. ¿Cómo pude terminar aquí después de tantos años evitando las celdas? ¡Había sido tan cuidadosa!

De pronto, un pensamiento aterrador cruzó mi mente. ¿Acaso Románov me había delatado a las autoridades? Aquel rufián mentiroso y manipulador bien pudo haberme traicionado por unas cuantas monedas. Mi cabeza se llenó de tristes pensamientos y recuerdos del pasado que intenté ahuyentar en vano.

Siendo huérfana desde muy pequeña, nunca disfruté de las alegrías de la infancia. Tras el asesinato de quienes llamaba tía y madre, terminé en un sombrío orfanato. La vida con una familia adoptiva estuvo plagada de humillaciones y grandes preocupaciones, por lo que escapé a la primera oportunidad, refugiándome en las calles de Londres donde deambulé durante mucho tiempo.

—Cuantas personas... — se asombraba mi yo joven al contemplar la abrumadora muchedumbre de la ciudad. Quedaba maravillada con la abundancia de sonidos, colores y olores, pero al mismo tiempo congelada en medio del tumulto, incapaz de moverme. Hasta que mi atención se centró en un extraño mendigo acurrucado junto a un caballero ricamente vestido.

—Señor, ¿quiere que lleve su abrigo? — pidió amablemente el pordiosero con voz melosa.

—¡Lárgate, miserable! — lo empujó el hombre con desprecio, a lo que el mendigo simplemente sonrió dejando ver su dentadura podrida.

—Como usted quiera, señor, como usted quiera... — se disculpó haciendo una burlona reverencia. Sin embargo, con un ágil movimiento, su mano se deslizó en el bolsillo del adinerado, sustrayendo su bien abultada cartera. El viejo truhan se perdió entre la multitud con su botín, desperdigando algunas relucientes monedas a su paso.

Corrí rápidamente a recoger aquellas preciosas piezas, observándolas embelesada, incapaz de apartar la vista de su hipnótico brillo sobre mi pequeña mano.

¡Cuánto pan podría comprar! ¡O quizás hasta algunos dulces!

La sola idea de probar aquellos exquisitos manjares me llenaba de felicidad.

Mis manos, casi por inercia, llevaron las codiciadas monedas hacia el bolsillo de mi raída falda, pero se detuvieron en el último instante. Recordé las severas palabras de la señora de la casa adoptiva: "Todos los ladrones se van al infierno".

Pero el deseo de saciar mi hambriento estómago nublaba mi juicio, haciéndome vacilar. Finalmente, tomé una decisión: escondí rápidamente el dinero en mi bolsillo.

¡Ahora podría comer pan!

La ciudad que antes me parecía gris y opresiva, floreció ante mis ojos con nuevos y vivos colores. Estaba a punto de marcharme cuando un fuerte grito estremeció el aire:

—¡Ladrona! ¡Esa niña robo dinero!

Unas manos rudas me agarraron con fuerza del brazo, arrastrándome directamente ante el caballero que gesticulaba frenético buscando su cartera sin éxito. Al percatarse de las monedas fuertemente apretadas en mi puño, clavó sus ojos en mí con una mirada acusadora.

—¿Qué tienes en los bolsillos niña? — inquirió con severidad. Intenté explicarme, decirle que no era culpable, que no conocía a aquel ladrón, pero nadie escuchaba mis balbuceos. Me tomaron por la nuca como a un gatito y me llevaron a rastras— Tendremos que llevarte a la policía.

Susurro SepulcralDonde viven las historias. Descúbrelo ahora