Parte 1

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Ver a su marido tan compuesto, sonriente y con una mujer del brazo la paralizó al punto de no poder seguir avanzando por la recepción que estaba teniendo lugar luego de la boda de su mejor amiga Elena.

Se sentía fuera de sitio en una fiesta cuando internamente continuaba viviendo su luto y consideraba una traición no poder tener el espíritu festivo que reinaba en el ambiente después de presenciar como una feliz pareja pronunciaba sus votos sagrados de amor eterno.

Pero Tomás estaba ahí, frente a ella, dichoso como si nada hubiese pasado entre los dos.

¿Cómo podía sonreír? ¿Cómo se atrevía a mostrarse alegre cuando ella estaba siendo consumida por el dolor? No era justo que la única que sufriera fuese ella. Quería gritarle hasta hacerlo reaccionar, pero no podía moverse.

Casi cinco meses habían pasado desde la última vez que se habían visto, pero Tomás parecía no reparar en ella y la parte vanidosa de sí misma se sentía insultada por su indiferencia.

—Carmen ¿te encuentras bien? —le preguntó su amigo Luis, un joven apuesto y agradable, amigo también de Tomás, que se había ofrecido a ser su compañía por esa noche, ya que su novia se encontraba fuera de la ciudad y ella no tenía con quien ir.

—No —le contestó con sinceridad—, no lo estoy. Quiero irme, por favor discúlpame con Elena y Dan, no puedo estar aquí si él está tan cerca.

—Carmen...

—Por favor —le interrumpió con la mirada empañada. Luis suspiró y se rindió ante esos ojos tristes.

—Muy bien, pequeña —secó las lágrimas que comenzaron a correr por las pálidas mejillas—, pero que sepas que no estoy de acuerdo con que huyas. Te hace daño permanecer en tu casa todo el día.

Carmen asintió y lo vio partir al encuentro de los novios. Ella vio a su amiga feliz y hermosa junto a su enamorado marido.

—Yo, Tomás, te tomo, Carmen, como esposa y me entrego a ti. Prometo serte fiel en la alegría y en el dolor, en la salud y en la enfermedad, todos los días de mi vida —había jurado Tomás con voz apasionada en la iglesia frente a todos los amigos y familiares que ese día se había congregado para ser testigos de su unión.

El amargo recuerdo cruzó su mente y quiso correr para alejarse lo más rápido posible del ser que le había prometido tan fervientemente ser su compañero toda la vida.

No podía culparlo sólo a él, pero tampoco podía olvidarlo todo. Se tocó el vientre que cobijó durante seis meses a la criatura de debía llegar a iluminar sus vidas y sintió el vacío que siempre experimentaba cuando pensaba en su hijo. De pronto ya no pudo soportarlo más.

Caminó absorta entre la gente hacia la salida.

No esperaría a Luis. Él no tenía razones para perderse la fiesta y ella se sentiría culpable si eso pasara por su causa.

Era una noche espléndida. La luna brillaba en lo alto del cielo y las estrellas iluminaban el firmamento.

—Mira el cielo. Parece que nos está dando un regalo de bodas...

La evocación aquel enterrado momento cuando Tomás la había llevado al balcón del hotel a ver las estrellas, para sorprenderla luego con un escrito gigante donde rezaba un «para siempre» la golpeó cruelmente. No existía un «para siempre» porque las personas no eran capaces de mantener sus promesas por mucho tiempo.

Había ratos en que sentía lástima de sí misma por haber sido tan crédula, pero no se arrepentía de nada. Era verdad lo que decían sobre que era mil veces más doloroso ser feliz un día y perderlo todo al siguiente, pero si Tomás no se hubiese cruzado en su camino nunca hubiese conocido la felicidad.

Aunque no hubiese durado.

Podía recordar claramente el momento cuando le confesó que estaba embarazada y cómo el rostro se le había descompuesto.

—¿D-de verdad estás...? —ella le había sonreído con ternura y había asentido—. Dios ¿cómo...?

—¿Cómo? ¿Es en serio? Tú sabes bien cómo —rio la mujer sin dar crédito a su pregunta y dio un paso en su dirección—, hace unas semanas no nos cuidamos, mi amor.

—Estás embarazada ¡Voy a ser papá! —había exclamado por fin, eufórico y la había levantado del suelo con un fuerte abrazo—. Oh, mi amor, vamos a ser padres.

Podrían haber tenido un hijo, podrían haber sido padres, pero no había sido así.

Alzó su temblorosa mano izquierda y acarició el lugar donde debería estar el anillo y no había más que una línea blanquecina. No estaría allí nunca más. Ni ese ni ningún otro.

Se lo había devuelto a su dueño dos días antes que le diesen el alta médica, pero él se negó a devolverle el suyo.

—Eres tú quien está rompiendo este matrimonio, no yo —había zanjado, ofendido, y desde entonces que no se veían.

En su andar sin rumbo no percibió que estaba siendo observada por unos ojos casi dorados que recorrían su cuerpo sin censura alguna.

Lo que calla tu corazónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora