IV - Las crónicas de Everclaf: El paladín y la espada.

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Los paladines junto al rey habían galopado ya la mitad del camino para llegar al castillo, pero el ataque de los golems era demasiado devastador, incluso a esa velocidad. No parecían tener un objetivo definido, solo se paseaban por todos lados y eso hacía que a los caballeros, les fuera cada vez más difícil llegar a su destino. Más de una vez tuvieron que esquivar un montón de escombros o un edificio que se les venía encima.

-A este ritmo llegaremos hechos papilla - acotó Melodías, sudando debajo de la armadura-. Señor, ¿podría saber por qué tenemos que ir al palacio? ¿Por qué no enfrentar al enemigo directamente?

-No seas ignorante, Melodías, que la fuerza bruta no te servirá para nada -respondió el rey-. Nuestras armas no serán útiles ante este enemigo, pero creo que la lanza real podría ayudarnos.

-¿La lanza real, señor? -Melodías detuvo su caballo por un instante-. Pero es una reliquia, ¿de que servirá?

-Fue imbuida por los primeros paladines para el fundador de Everclaf, cuando aún estaban en guerra con el reino de Morseo -explicó el rey-. Cuenta la leyenda que el rey del imperio humano asesinaba demonios con solo empuñar esa lanza, entonces puede que funcione contra el hechicero oscuro que se acerca a nosotros.

Melodías vio sentido en las palabras del rey, pero su camino hacia el palacio fue interrumpido por una ola de oscuridad. La nube de polvo que llenaba el aire fue cambiada por tinieblas frías que hicieron a los soldados estremecerse bajo el acero de sus armaduras. El aullido de perros se escuchó a lo lejos y el olor a incienso llegó a sus narices.

Los habían alcanzado.

-¡Todos mantengan posición! -gritó el rey, desenvainando su espada-. ¡No se separen!

Al único que veía en medio de la oscuridad era a Melodías, porque los demás soldados estaban demasiado dispersos detrás de aquella nube densa que los cegaba. Aunque el rey intentara llamarlos y hacer que se acercarán, era en vano, no lograba ningún progreso en ello. Escuchaba los gritos de sus hombres clamando su nombre, pidiéndole dirección o alguna instrucción y, entonces, un nuevo ruido se escuchó: Los gruñidos de perros salvajes acercándose cada vez más.

Uno a uno los gritos de sus hombres fueron ahogados por los fuertes relinchos de los caballos asustados y el sonido seco de sus cuerpos cayendo. Después de unos agonizantes segundos llenos de gruñidos, todo se llenó de un silencio escalofriante. Melodías veía al rey, el rey veía las tinieblas que los rodeaban, sintiendo el silencio, no solo oyendolo: aquella sensación fría y fúnebre en la piel. Su corazón empezó a latir sin control, preparado para lo que venía. Justo frente a él, las tienieblas se disiparon dejando ver a una figura tenebrosa, la cual estaba emanando una espesa nube negra de sus dedos. Sus ojos brillaban de un enigmático rubí y, con su sola presencia, el olor a incienso llenó los alrededores. La corona de espinas lo indetificaba, no necesitaba presentación... Samael vió al rey y sonrió, haciendo un reverencia burlona.

-Muy buenos días, su alteza. Es un gusto conocer al fin al supremo soberano. Aunque admito que lo imaginé más... ¿alto? -manifestó Samael, con sarcasmo.

El rey se bajó de su caballo, aún cuando Melodías le rogaba con la mirada que no lo hiciera. Su mirada hacia el nigromante jamás menguó, sino que permaneció fija en los ojos carmesí que lo observaban de vuelta con curiosidad y burla.

-Terminemos con esto de una vez -exigió el rey, con su espada en mano-. No me atemorizas, nigromante.

-Señor... - Melodías intentó apaciguar a su líder, pero este levantó su mano, callándolo.

-¡Silencio! Tengo que hacer esto solo. -El rey suspiró, devolviendo su atención al nigromante-. Sé muy bien que eres poderoso, pero no pienso caer sin luchar.

Antología (1) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora