Voluntad

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La tormenta no fue ninguna sorpresa para el joven piloto que intentaba mantener el helicóptero en vuelo. Pablo visualizó los refucilos del cielo y el torrencial de agua que caía como si fuera una de las historias de la odisea de Homero.

A pesar de la turbulencia, su mente estaba tan clara como el cielo en un día sin nubes. Sabía que cada segundo contaba, no solo para él, sino también para Cristian, cuyo corazón latía al ritmo de una urgencia que trascendía el peligro inminente.

El mayor, manteniéndose sereno, le escribió un corto texto a Lionel y respiró profundo.

Las palabras fluían desde lo más hondo de su ser, un mensaje que podría ser el último hilo de conexión con su amado.

"Gordo creo que esta vez no podre cumplir con mi palabra, pero ¿quién me puede culpar? Siempre he estado a tu lado en las buenas y en las malas. Aunque estoy asustado, en parte me tranquilizo porque compartí mi vida al lado de un hombre que me enseño amar y tuvo la paciencia suficiente para soportarme.

Supongo que será en la próxima vida.

Gordo, te amo".

Guardando el móvil, le sonrió a Cristian y este imitó su gesto. Era un reflejo de almas, un espejo de emociones compartidas en el silencio de la tormenta.

—Al parecer los dos pensamos lo mismo —concluyó Romero con tristeza—. Perdóname, Pablito, no es justo.

—Lo que el barba decida para nosotros, habrá que aceptarlo.

Ambos hombres se dieron un último abrazo y con dignidad se enfrentaron al futuro que los esperaba. La cabina se llenó de un silencio ensordecedor, solo interrumpido por el rugido del viento y la lluvia golpeando contra el metal.

En medio de la tormenta, el viento se convirtió en un titán desbocado, desviando el vuelo y arrancando de las manos del piloto cualquier ilusión de control sobre el helicóptero. La máquina, que había sido una extensión de su voluntad, ahora era un juguete en la furia de la naturaleza.

Repentinamente, el helicóptero descendió a una velocidad vertiginosa, imposible de mitigar, y se estrelló con violencia sobre la autopista. El impacto fue un estruendo que se mezcló con el rugido de los truenos, una sinfonía de destrucción.

Con la pérdida de combustible, las llamas intentaron bailar su danza voraz, pero la lluvia, como un acto de misericordia divina, mantuvo a raya el fuego, evitando que la tragedia se extendiera aún más.

Ese día, que había amanecido como una jornada de alegría y fiesta para el pueblo, se transformó en un velo de lágrimas y luto. La noticia se esparció como un viento gélido, llevando consigo el eco de la desolación. Los colores blanco y celeste, que siempre ondearon con orgullo, ahora estaban teñidos de sangre, con la sangre del ídolo nacional Pablo Aimar y del defensor estrella Cristian Romero.

Las calles, antes llenas de risas y cánticos, se sumieron en un silencio sepulcral. Las banderas, a media asta, ondeaban lentamente, como si pesaran más por la tristeza que llevaban.

 Las banderas, a media asta, ondeaban lentamente, como si pesaran más por la tristeza que llevaban

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