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El bosque se extendía ante ellos como un vasto mar de desolación, un testamento sombrío de la decadencia y el abandono

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El bosque se extendía ante ellos como un vasto mar de desolación, un testamento sombrío de la decadencia y el abandono. No había vida que animara aquel lugar, ni siquiera un susurro de esperanza en el aire estancado que se aferraba a cada rincón con una intensidad casi palpable.

Al adentrarse en el bosque, Kazuha y Kunikuzushi se encontraron rodeados de árboles que parecían haber sido esculpidos por una mano cruel y vengativa. Los troncos, retorcidos y nudosos, se alzaban como columnas de un templo antiguo olvidado por el tiempo. Sus cortezas estaban agrietadas y desmoronadas, cubiertas de un musgo grisáceo que parecía más ceniza que vegetación. Las ramas, desnudas de hojas, se extendían en todas direcciones como brazos desesperados que clamaban al cielo en busca de socorro.

El suelo bajo sus pies crujía con un sonido seco y sin vida. Cada paso que daban levantaba nubes de polvo y hojas muertas que habían permanecido allí por quién sabe cuánto tiempo. El color predominante era un gris apagado, intercalado con tonos marrones y negros, como si toda la vitalidad hubiera sido drenada del lugar. Los restos de hojas, una vez verdes y llenas de vida, ahora eran frágiles esqueletos que se desmoronaban al menor contacto.

La ausencia de sonido era desconcertante. En un bosque normal, el canto de los pájaros, el zumbido de los insectos y el murmullo del viento en las copas de los árboles crearían una sinfonía natural. Pero aquí, el silencio era absoluto, opresivo. No había ni un solo trino que rompiera la monotonía, ni un batir de alas que perturbara la quietud. Era como si el tiempo mismo se hubiera detenido, aprisionando al bosque en una eternidad de muerte y quietud.

El aire estaba cargado de una humedad pesada y pegajosa, que se adhería a la piel y dificultaba la respiración. Había un olor persistente a tierra húmeda y materia en descomposición, un hedor que hablaba de cosas que se habían marchitado y muerto hace mucho tiempo. Kazuha respiró hondo, tratando de acostumbrarse a la atmósfera opresiva, mientras sus ojos recorrían el paisaje desolado en busca de algún indicio de vida o movimiento.

A medida que avanzaban, las sombras se alargaban y se profundizaban, a pesar de que el cielo no mostraba señales de oscurecimiento. Era como si la luz del sol, aunque apenas visible a través del denso dosel, fuera incapaz de penetrar la oscuridad que impregnaba el lugar. Las sombras se movían de manera inquietante, jugando trucos con la vista y creando la ilusión de formas y figuras que acechaban en la periferia de su visión.

Los árboles no eran los únicos habitantes de este reino de la muerte. Entre ellos, grandes piedras cubiertas de líquenes y musgos secos se alzaban como tumbas olvidadas. Algunas de estas rocas tenían formas extrañas, casi escultóricas, como si hubieran sido talladas por una fuerza antigua y poderosa. Aquí y allá, podían verse los restos de lo que alguna vez fueron animales: huesos blanqueados por el tiempo, medio enterrados en el suelo, recordatorios macabros de que incluso la vida más resistente no podía sobrevivir en este entorno inhóspito.

En ciertos puntos del bosque, se podían encontrar claros, espacios abiertos donde la vegetación parecía haber sido arrancada de raíz. Estos claros estaban llenos de troncos caídos y ramas quebradas, como si una tormenta feroz hubiera pasado y dejado un rastro de destrucción a su paso. Sin embargo, no había señales de regeneración, ningún brote nuevo que indicara un renacimiento. Solo había un estancamiento perpetuo, una herida abierta que nunca sanaba.

Don't be a loser! ¡Kazuscara!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora