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El cuarto estaba en penumbra, las sombras de los pocos muebles que había se alargaban grotescamente sobre las paredes gracias a la débil luz de una lámpara solitaria que pendía del techo

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El cuarto estaba en penumbra, las sombras de los pocos muebles que había se alargaban grotescamente sobre las paredes gracias a la débil luz de una lámpara solitaria que pendía del techo. Kunikuzushi estaba atado a una silla en el centro de la habitación, sus muñecas y tobillos inmovilizados por gruesas cuerdas que se clavaban en su piel con cada intento de moverse. Su respiración era pesada, cada inhalación un recordatorio doloroso de su impotencia.

Las puertas del cuarto eran de metal, y en aquel silencio sepulcral, el más mínimo ruido se amplificaba, reverberando en su mente como un eco inquietante. El índigo cerró los ojos por un momento, intentando concentrarse en otra cosa, cualquier cosa, que no fuera la voz desgarradora de Kazuha. Pero era inútil; los gritos de Kazuha resonaban con más fuerza en su cabeza, llenándolo de una mezcla de desesperación y culpa.

El recuerdo de cómo habían llegado a ese punto estaba grabado a fuego en su mente. Todo había comenzado con lo que se suponía iba a ser un juego inocente. Sin embargo, todo había salido mal desde el principio. Kunikuzushi había subestimado el lugar en donde se habían metido y, por su culpa, ahora Kazuha estaba sufriendo.

Los gritos de Kazuha aumentaron en intensidad, un sonido desgarrador que perforaba la oscuridad. El índigo se revolvió en su silla, su corazón palpitando con furia impotente. "Esto... es culpa mía..." pensaba una y otra vez. Si hubiera sido más cauteloso, si hubiera sido más fuerte, Kazuha no estaría en esa situación. Cada grito era una acusación muda, un recordatorio de su fracaso.

Dottore, aquel hombre de sonrisa siniestra, había dejado en claro su intención. Quería romperlos, quería lastimarlos hasta más no poder, ni siquiera tenía esperanza de poder volver en una sola pieza a casa, algo que Kazuha, por honor y lealtad, se había sacrificado de tal manera, para que el índigo no sufriera ni un solo rasguño. Y aunque Kunikuzushi sabía que el albino era fuerte, no podía evitar el miedo de que llegara un punto en el que su amigo no pudiera soportar más. "Kazuha... resiste..." murmuró entre dientes, sus palabras apenas un susurro en la oscuridad. "Lo siento... Lo siento tanto."

Sus pensamientos se volvieron hacia las promesas rotas y los sueños destrozados. Habían planeado tantas cosas juntos, tenían tantas esperanzas para el futuro. Todo eso parecía tan distante ahora, casi irreal. La culpa era un peso que aplastaba su pecho, dificultando cada respiración.

De repente, el sonido de una puerta abriéndose abruptamente sacó a Kunikuzushi de sus pensamientos. El mismo hombre que había estado minutos antes, siendo el que provocaba los gritos de su mejor amigo, entró en la habitación. Llevaba una expresión de desprecio y una sonrisa cruel en sus labios.— Parece que tu amigo tiene más agallas de las que pensaba, mucha resistencia... —Dijo, su voz goteando veneno.— Pero todos tienen un límite... Y él no fue la excepción. —

Dicho y hecho, volvió a entrar a aquella silenciosa habitación, pero luego de unos minutos volvió, arrastrando el cuerpo inerte de su mejor amigo. Su pequeño cuerpo lleno de hematomas por todas partes, tenía los labios partidos y la piel salpicada de suciedad y tierra. Como si aquello no fuera suficiente para perturbar más aún al pequeño Kunikuzushi, vio con horror como Kazuha tenía la ropa desgarrada y magullones en sus partes. Dejando implícito que aquel hombre no solo lo había golpeado o experimentado con el albino, si no que también se había llevado una inocencia que jamás podría recuperar.

Don't be a loser! ¡Kazuscara!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora