Las Islas del Tiempo

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El nuevo amanecer tocó una melancólica melodía de luces dispersas, el cielo, azul y despejado, le acompañaba en su canto. Una brisa cálida soplaba y silbaba alrededor de la montaña, acariciando al volcán con dulces trinos, con su refrescante aliento de promesas. Yo seguía tirado allí, en la cima del temido cono, como un equipaje olvidado, como un pequeño huevo a la intemperie, sin el amparo de su creadora. Todo yo me dolía, las articulaciones, los músculos de mis piernas, la rodilla, la cabeza, el pecho, los ojos; todo, absolutamente todo me dolía. También sentía un extraño y constante escalofrío, me sentía débil como si me fueran sido drenadas las fuerzas. Talvez (y sin el talvez) tenía fiebre. Weif no se observaba por ningún lado y mucho menos Loretta ¿Qué sería de ellos? ¿A dónde la llevaría Weif? Sólo existían tres opciones posibles: al lugar donde acampamos 3 días, a la pequeña cueva o en la parte posterior de la falda del volcán.

Con un poco de empeño levanté mi golpeada figura y me dirigí a la pequeña oquedad donde el caballo y yo nos guarnecimos en la tarde anterior, sin embargo, lo único que encontré fueron las alforjas. Esto en sí mismo no significaba una derrota, al contrario, en ellas conseguí el alimento necesario para contrarrestar en alguna medida mi debilidad. Cargué con lo que pude, sobre todo con la poca agua que quedaba, ya que una intensa sed me abrasaba constantemente, continuando entonces mi descenso hacia los otros objetivos. Sinceramente no sé cómo lo logré, pero pasada la quinceava hora arribé al lugar adonde había escondido el resto de los enseres y equipos. Me recosté en un árbol, protegiéndome con su sombra, consumí las últimas gotas del insípido líquido y me comí también las reservas finales: Una fruta y dos galletas viejas.

Los recuerdos de allí en adelante se tornan confusos, difusos y delirantes. Imaginé a mi dulce amada cuidándome con esmero, su pelo largo y amarillo, su voz tan extraña, esos increíbles ojos azules, las curvas de su cuerpo, el hermoso rostro y por sobretodo sentí (o creí percibir) su calurosa presencia. Yo le sonreía como un niño; ella, como una abnegada madre, me miraba con ternura mientras secaba el sudor de mi frente. Masajeaba mi cara con sus suaves manos, estremeciendo hasta las más ínfimas células de mi alma mortal, saciaba la sed de mi cuerpo y la de mi espíritu. Me acariciaba el cabello, besaba mis mejillas y mi seca boca.

Yo repetía su nombre una y otra vez, abrazándola con desespero pues en lo más íntimo sabía que era una alucinación, un fantasma febril producto de mi desgastado estado. Le hice prometer una y mil veces que no se esfumaría de nuevo, que no sería como la estrella fugaz que en la rápida forma que aparece así mismo desaparece. Ella se reía de mí y seguía absorta en sus cuidados, como si no me hubiese escuchado o entendido mis ruegos.

Muchas ocasiones le vi partir y otras tantas le observé llegar; siempre alegre. Poco a poco perdía conocimiento de mí y me hundía en aquellas visiones, sin que pueda rememorar o comprender tales delirios de manera cabal. Confundí la noche con el día y viceversa, nada tenía sentido ya que carecía de ellos en esos instantes. De pronto percibí la aparición de una corpulenta figura, ésta se parecía a mi padre, pero tenía la voz de Álvaro.

La figura me invitó a ir con él y yo le seguí, preguntando por mi nívea compañera. Él me contestó: "Yo te conduciré hasta ella, te está esperando". La frase bastó y sobró para encomendar mi destino: a quienquiera que fuese él. Me montó en Weif y guiándonos desde otro caballo comenzó a alejarnos hacia no sé dónde, yo le comenté a el animal muy ufano y divertido (como borracho un ocurrente): "Weif, ¡amigo, tú también te apareces en esta alucinación! ¡Qué bien, no podría "imaginar mejor compañero! "Abracé la blanca crin del jalengo y me dejé llevar, embotado en 'mágico sopor, una dulce esperanza me esperaba con los brazos abiertos.

Volví en mí un día después, me hallaba en el campamento, en lo que parecía ser la tienda de mi amigo el Doctor. Me senté bruscamente en la cama sin dar crédito a mi vista ¡Loretta estaba justo al frente de mí! Con lágrimas en los ojos se lanzó hacia mí, abrazándonos en silencio; no era necesario palabra alguna, estas habían perdido su significado ante ella y yo, ni siquiera aquella frase que supuestamente nos unía ("amo tu sonrisa") era imprescindible en aquel momento, nuestros corazones se comunicaron de una forma más sublime.

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