Vigilia

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Los días siguientes tampoco presentaron hechos relevantes o fuera de lo común. Mi rutina siguió más o menos el desarrollo normal, correspondiente a la época de cosecha. En las mañanas iba al servicio agrícola, en las tardes daba la clase en la Escuela y en las noches descansaba en casa.

A Loretta le llevaba a la playa, luego me acompañaba a la clase y en el consultorio compartía con Álvaro, quien, por su parte, realizaba su propio estudio. Ella siguió recuperándose cada vez más. Ya no lloraba en las noches como lo hacía antes, tampoco se sumía en la melancolía. De vez en cuando se vestía de ese velo de tristeza, pero no era muy frecuente ni se prolongaba por mucho tiempo. Consiguió avanzar una enormidad en el aprendizaje de nuestro idioma. Podíamos tener algunas pequeñas y dificultosas conversaciones, pero esto en sí mismo representaba un gran progreso. Yo apenas había aprendido 3 o 4 palabras de su idioma, por eso le admiraba mucho. Hacer un intento de conversar en su lengua era lo más inútil y cómico que se nos podía ocurrir.

Disfrutaba mucho de su sonrisa y así se lo hice saber (por lo menos eso creo). Cuando lo hacía, afloraba de sus labios tan espontánea y libre, que en vez de acompañarla en su alegría me abstraía en la hermosa forma en que la manifestaba. Sonreía, jugando con las ardillas, cantaba por las noches, mientras ayudaba a mi amigo el doctor en alguna tarea médica. Se partía a carcajadas al oír mi graciosa enunciación de su idioma. Encariñada con los niños de mi clase, les hacía muecas y maromas para regocijarse con su gozo. Lo hacía con la más descarada opulencia, con la más exuberante beldad.

Mientras disfrutaba de su presencia también me afligía. En el fondo tenía miedo, miedo de no verle más. Un horrible temor, un presentimiento, un mal augurio. Y de la existencia de ese temor, la culpa era sólo mía; encerrado en la soledad que antes viví, un estado al cuál yo mismo me desterré, no pensaba en otra cosa más que en auto-compadecerme y en culpar a los demás de mis desgracias. Creía que esto era lo mejor y nunca intenté escapar de ese aislamiento, al contrario, me hundía cada vez más. Al principio estimaba que no podía salir del encierro, no me daba cuenta que sí podía; tapaba mis ojos y no escuchaba a la realidad que me llamaba. Me aferré al recuerdo de Sandra, convirtiéndola en una daga, con la cual me hería todos los días y a cada momento me culpaba de su muerte, de mi cobarde pasividad ante su sacrificio.

Loretta había roto el hechizo, pero encadenándome, arrastrándome a otra dependencia sentimental.

Sumido en esa adicción a la soledad nunca me preparé para prescindir de ella, y ahora pagaba las consecuencias de ese error. Loretta fue mi nueva salvadora, sin embargo, gracias a esa misma necesidad, debería decir: incapacidad, podría también convertirse en mi verdugo. Necesitaba su presencia, si me la arrebataban quedaría otra vez vacío y sin vida.

Era doloroso admitirlo: yo era un desesperanzado que, habiendo encontrado una débil esperanza, no podría soportar perderla otra vez. Todavía no superaba el trauma de la inmolación de Sandra y ya estaba angustiado por otro problema. Estaba mal, no era ni bueno ni normal. Jani tenía razón, debí haber escuchado sus consejos y no dejar que esa perturbación (nacida con la muerte de mi novia) creciese más, pero parecía ser ya tarde. Sólo me quedaba Loretta como esperanza y trataría por todos los medios de no perderle.

Esa madrugada, de viernes para sábado, fue larga y ausente de sueño. Faltaba sólo un día para entregarle a los Ancianos. ¿Qué ocurriría después?

Como ya dije tenía miedo, mucho miedo. No había razón aparente para sentirlo. ¡Pero, allí estaba! Alojado en mi corazón, en mi alma. Es irónico que hasta hacía pocas horas antes mi actitud era optimista y alegre. Unas horas después me hallaba hundido en el fatalismo y el pesimismo. No sabía por qué sentía eso. Era una sensación extraña que oprimía mi pecho y había ahuyentado la frágil tranquilidad.

Las Islas del TiempoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora