II

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La historia con Alexa fue muy diferente. No fue una relación sencilla, pero yo creía amarla porque era mi primera novia. Sí, mi primera novia a los dieciocho años. Ya lo sé; muy atrasado para mi edad, que a esas alturas ya han tenido relaciones sexuales e incluso ya tienen hijos. Muchas veces sentía que no era normal, que no era como los demás, que tenía algún problema mental o algún temor indescripti-ble que no permitía acercarme a una mujer y hablarle normalmente. Por fortuna, o por desgracia, Alexa irrumpió en mi vida y con ella mi primera oportunidad real de superar ese temor.



Yo creía amarla, creía dar la vida por ella y que envejeceríamos juntos sin dejar de querernos ni un segundo de nuestras existencias. Pero los sentimientos son confusos y caprichosos, y por andar de nuevo en estos caminos perdí una verdadera gran oportunidad en el amor.



Pero, ¿cómo conocí a Alexa? No fue a través de una red social, una pantalla o un ordenador. Todo sucedió una mañana, dos meses antes de conocer a Samanta, durante las vacaciones de semana santa. Ese día tan común y corriente, mi padre, en medio de sus habituales ocurrencias, sugirió que sería buena idea irnos fuera de la ciudad para escapar de la rutina, del ruido y de la contaminación citadina.



–¡Hoy no es día para quedarnos en esta casa rodeados de toda esta monotonía! –empezó él a vociferar por toda la casa–. Hoy quiero salir a un lugar diferente, quiero asolearme un poco. Olvidémonos por completo de esta ciudad.



–No me digas que quieres hacer otro de tus famosos viajes al campo –dijo mamá.



–No precisamente al campo. Vamos a la finca de mis padres. Ellos nos esperan para almorzar. Será un buen cambio en comparación con el encierro en el que vivimos.



Mi madre y yo preferíamos quedarnos a ver una película o a ver televisión, pero cuando a mi padre se le metía una idea en la cabeza no había poder humano que lo hiciera desistir. Así, en menos de treinta minutos, papá ya nos había hecho arreglarnos y vestirnos para ir hasta la finca de los abuelos; y tres horas después, luego de un camino lleno de insolación, somnolencia y deseos de estar en cualquier otro lugar diferente al referido, nos bajamos del automóvil y saludamos a los abuelos.



–¡Qué grande estás, hijo! –exclamó mi abuela al verme. Siempre decía lo mismo.



–Ya eres todo un hombre, Adrián –afirmó el abuelo con una sonrisa gentil.



El calor era sofocante. Era como entrar a un fogón y sentir que el sol te está cocinando vivo. Pero eso a mi padre no le importaba. Él estaba feliz de visitar a sus padres, mientras que mi madre y yo nos sentamos en la sala de la cabaña de la finca a hacer lo mismo que hacíamos en casa: ver televisión.



–No es mucha la diferencia, ¿verdad? –me preguntó mamá con ironía.

VIVO POR ELLA: Cuando el amor traspasa las pantallas de un ordenadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora