IV

9 1 0
                                    

No volví a saber de Samanta por un largo tiempo. El remordimiento que mi alma soportaba estaba cesando con el paso de los días, y nuevamente había enfocado mi atención y mis esfuerzos en Alexa. Suponía que aquella chica a la que tanto daño le hice ya se había olvidado de mí, que estaba iniciando una nueva vida sin recordarme. Nuevamente llamar a la muchacha del pueblo todas las noches era mi gran pasatiempo. Sin embargo, las conversaciones eran cada vez más cortas.

–¿Qué te pasa? –le pregunté–. Te siento un poco rara hoy. ¿Estás ocupada?

–Perdona. Sí. Estoy un poco afanada. Mañana tengo un día duro.

–¿Por qué? ¿Acaso que tienes que hacer?

–Hace unos días cambié de trabajo. Ahora me pagan por escri- bir obras de teatro. En esa empresa se especializan en hacer ese tipo

de cosas en el pueblo, para entretener a los niños, y yo ayudo en algunas cosas. Lo siento... no puedo hablar mucho hoy. Si quieres hablamos mañana.

–Está bien. Como quieras. Suerte con tu obra de teatro.

¿Sería eso cierto? Me parecían excusas tan forzadas que era difícil creerlas. Pero aunque las creyera o no, yo la seguía llamando todas las noches sin falta. De todas formas siempre decía lo mismo:

–Hoy ha sido un día sumamente agotador. Tengo sueño. Mejor hablamos mañana. Que descanses.

Antes de aquella incómoda situación nuestras charlas por teléfono duraban una hora o más. Ahora no se acercaban ni a los diez minutos. Por más cansada o atareada que se encontrara, ella siempre hablaba conmigo hasta que nuestros labios se secaban. ¿Qué estaba pasando? ¿Se había aburrido de mí?

–¿Ocupada de nuevo? –interrogaba.

–Sí. Un poco. No puedo hablar. Lo siento.

–Más lo siento yo. Cuídate.

Y el tiempo de nuestras charlas fue disminuyendo cada vez más y más, hasta que ya no había tema de conversación. Todo se volvió rutinario y monótono. Yo con todo el tiempo del mundo para hablar con ella –pues hacía todos mis trabajos de la universidad antes de las diez de la noche para poder llamarla–, y ella sumamente ocupada en algo que yo no sabía qué era exactamente. Entonces no lo pensé más. Tenía que irme a ese pueblo a buscarla para aclarar lo que sucedía, por más dolorosa que fuera la verdad.

La última conversación que tuve con Alexa antes de marcharme no fue muy diferente de las demás:

–Hola, corazón –siempre le decía así–. ¿Cómo estás?

–Muy cansada. Estoy hecha polvo. Me duele incluso levantarme.

El trabajo ha estado demasiado duro.

–Ojalá pudiera estar allá para cuidarte un poco.

–Me encantaría.

Así que le cumplí su deseo. Un sábado cualquiera, muy temprano, llené mi maleta de la universidad con un par de camisas y ropa interior. Saqué de mi escondite el dinero que había ahorrado por algún tiempo desde el día que llamé por última vez a Samanta y me fui a esperar un bus que me llevara a ese pueblo. Mis padres no se percataron de mi ausencia, sino hasta cuando ya estaba sentado en la silla de un viejo bus rumbo a mi destino.

No sabía dónde hallar a Alexa, ya que ella tampoco tenía cono- cimiento de que yo iba a estar de sorpresa en el pueblo. Solo tenía su número telefónico. Sin embargo, no sería difícil hallar a tan bella mujer en ese lugar. Era como la flor que crecía en el pantano.

–¡Cuando regreses te arrepentirás de haberte ido de esa forma!

–Me gritó mamá por teléfono.

–¿Y si no regreso? –yo estaba dispuesto a dejarlo todo por Alexa.

VIVO POR ELLA: Cuando el amor traspasa las pantallas de un ordenadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora