Prólogo

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Los jóvenes magos, al igual que los jóvenes muggles, siempre se han dejado arrullar por los cuentos, desde su más tierna infancia. Era algo natural y una prueba del amor de sus padres. La diferencia radicaba en que, mientras para unos los cuentos eran más o menos la verdad, para otros eran pura fantasía. Pero en ambos casos, el objetivo seguía siendo el mismo: hacer soñar a los niños.

Así pues, no era de extrañar que todos los niños, magos y muggles por igual, conocieran más o menos las mismas historias, con variaciones. Si, por ejemplo, para los niños muggles, Baba Yaga no era más que una vieja leyenda rusa para asustar a los más pequeños, para los magos era verdad. Por lo tanto, estos mitos de magos y muggles estaban estrechamente relacionados.

Pero algunas historias nunca cruzaron las fronteras invisibles de estos dos mundos. Es el caso, por ejemplo, de los cuentos de los hermanos Grimm y Perrault para los muggles, y de los cuentos de Beedle para los magos.

El que nos interesa aquí es un viejo cuento de brujas, poco conocido por los muggles y poco apreciado por los magos. Era, después de todo, una leyenda de serpientes. Y es bien sabido: ¡las serpientes son el mal encarnado, una invocación del mismísimo Maligno! Así que sólo unos pocos Sangre Pura se la contaron a sus descendientes. Desgraciadamente, con el paso de los siglos, la historia completa se perdió, y sólo han sobrevivido las líneas generales. He aquí, pues, la leyenda tal como la conocemos hoy.

Era un caluroso día de verano, en una tierra inhóspita cercana a una tranquila aldea. Un niño de unos ocho años decidió dar un paseo por el campo que rodeaba su jardín. Apenas dio unos pasos y se encontró con el joven más guapo que había visto en su vida. El joven parecía estar esperando a alguien, y le dedicó una tentadora sonrisa ligeramente empañada por unos colmillos relucientes. El chico pudo verle con todo detalle: alto, con largo pelo verde oscuro, dos ojos verdes rasgados como los de las serpientes, escamas en brazos y piernas, piel pálida, garras en las manos y una sencilla túnica verde. El niño podría haber tenido miedo de esta criatura. Pero no fue así. Se dejó seducir. Después de todo, esta criatura contaba historias como nadie. Esa noche, el niño prometió volver.

Y así, en los días siguientes, comenzó una rutina: el niño venía todos los días a la misma hora. Un día, a los dos meses de su pequeño secreto, trajo consigo a su preciado amigo, el único niño de su edad en el pueblo, así como la única persona que podía hacer magia. En aquella época, la magia seguía siendo una bendición de Dios. Los dos se querían como hermanos, y según ellos, lo eran.

Una tarde, se quedaron más tiempo, cautivados por una historia contada por el hombre-serpiente. No se dieron cuenta inmediatamente de la extraña nube negra que venía del pueblo, ni de los gritos. Pero lo supieron cuando regresaron. Estaba en llamas, los cuerpos esparcidos por el suelo ensangrentado. Todo era silencio y muerte. Los dos niños sólo querían una cosa cuando descubrieron los cadáveres de sus familias: venganza.

Así que volvieron con el hombre y le explicaron todo. Pero no tenían fuerzas suficientes para localizar a los culpables de la masacre, un grupo de mercenarios, ni siquiera con magia. Entonces, el hombre les ofreció su ayuda: era poderoso.

Según él, una antigua magia, la de Medea, podía traer nuevos dones y poder. Pero había que pagar un precio. Los niños estaban decididos, así que realizaron el ritual llamado el Signo.

Obtuvieron nuevos dones. El primero, el que había conocido al hombre, obtuvo el don del agua y el hielo, y la lengua parsel, así como el poder de ver auras (magia). Pero perdió el uso de los ojos.

El segundo recibió el fuego y la lava, el Parsel, mucho menos desarrollada, y el poder de hablar con todos los animales y criaturas de este mundo. Su precio fue la ausencia. No podía saborear, lo que le hacía débil a venenos y pociones.

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