Prólogo

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Desde tiempos inmemoriales, los nombres Malfoy y Ashbourne han resonado en el mundo mágico como sinónimos de poder, influencia, y, sobre todo, de una rivalidad que trasciende generaciones. Nací en el seno de una de las familias más antiguas y respetadas, donde cada historia que me contaban estaba impregnada de la gloria y, en ocasiones, de la oscuridad que rodeaba el legado de los Ashbourne. Mis padres, orgullosos guardianes de nuestra tradición, no escatimaban en detalles al relatar las hazañas de nuestros antepasados, quienes lucharon con ferocidad para mantener nuestra posición en la élite mágica.

El apellido Malfoy siempre aparecía en esas historias, pero nunca en un tono de admiración. La relación entre nuestras familias había estado teñida de enemistad durante generaciones, un conflicto que ninguno de los dos lados estaba dispuesto a olvidar. Para mis padres, Lucius y Narcissa Malfoy representaban todo lo que estaba podrido en la aristocracia mágica: una ambición insaciable, traición descarada y una arrogancia sin límites.

Fue en mi primer año en Hogwarts cuando conocí a Draco Malfoy. Desde el primer momento, una mezcla de fascinación y repulsión me invadió. Encarnaba todo lo que mis padres detestaban: altanero, seguro de sí mismo hasta rozar la soberbia, y siempre envuelto en una aura de superioridad. Sin embargo, había algo más en él, algo que, aunque intentaba ignorarlo, me atraía de manera inexplicable.

Al igual que los Malfoy, los Ashbourne siempre habían sido miembros prominentes de Slytherin, la casa de los astutos, los ambiciosos y, en muchos casos, los incomprendidos. A pesar de compartir la misma casa, nuestras interacciones con los Malfoy eran mínimas y siempre tensas. Nuestros padres nos habían dejado claro que cualquier forma de relación, incluso la mera amistad, sería inapropiada y peligrosa para nuestra posición.


Mi madre, Eveline, solía advertirme que los Malfoy no eran dignos de confianza, que su ambición los convertía en aliados peligrosos y en enemigos aún peores. Mi padre, Reginald Ashbourne, compartía esta opinión, aunque con una visión más pragmática. Para él, las alianzas eran herramientas, se forjaban y se rompían según la conveniencia, y los Malfoy nunca habían demostrado ser dignos de confianza.

Crecí con estas ideas firmemente implantadas en mi mente. Sin embargo, a medida que los años pasaron en Hogwarts, me di cuenta de que la realidad no era tan sencilla como mis padres querían hacerme creer. Draco y yo compartíamos muchas clases y, aunque rara vez interactuábamos directamente, no podía evitar notar ciertos momentos de vulnerabilidad en él, pequeñas fisuras en su máscara de arrogancia.

Fue durante nuestro tercer año que las cosas comenzaron a cambiar. A medida que el ambiente en Hogwarts se volvía más tenso debido a la creciente influencia de Voldemort y sus seguidores, nuestras familias también sentían la presión. Los Ashbourne, aunque no abiertamente aliados con el Señor Tenebroso, mantenían una postura neutral que en realidad era una forma de proteger nuestros propios intereses. Los Malfoy, por otro lado, estaban cada vez más implicados en los oscuros asuntos de los mortífagos.

Una tarde, durante una clase de Defensa Contra las Artes Oscuras, el profesor nos asignó trabajar en parejas para practicar un nuevo hechizo protector. Contra todo pronóstico, me emparejaron con Draco. Al principio, la tensión entre nosotros era palpable. Ambos éramos conscientes de las miradas curiosas de nuestros compañeros y de las expectativas de nuestras familias. Sin embargo, mientras practicábamos, algo cambió. Empecé a ver a Draco no solo como el arrogante heredero de los Malfoy, sino como un joven que, al igual que yo, estaba atrapado en un mundo de expectativas y rivalidades familiares.

"¿Siempre eres tan seria, Ashbourne?" preguntó Draco en un momento de descanso, con una media sonrisa en su rostro.

"¿Siempre eres tan arrogante, Malfoy?" respondí, aunque sin la acritud habitual.

La Serenidad de las SerpientesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora