Cazando en penumbras
Freya
En la Nueva York de mil novecientos treinta y dos, yo ya había perdido la cuenta de mis años. Había reemplazado esa matemática por los que llevaba intentando atrapar al asesino del ciervo, liderando la operación desde la completa penumbra casi al mes de haber llegado de Gran Bretaña.
El maldito de cabello rubio, peinado hacia atrás con un exceso de gel, cara rectangular y facciones maduras, enfrascado en un poco halagador traje, era mi jefe, el que siempre se robaba todos los elogios de mis logros al hacerlo pasar como suyos.
—Gracias por su preocupación, señor —respondí sin quitar mi vista de los papeles—. Pero no me iré hasta estar un paso más cerca del ciervo.
Se había ganado ese rótulo puesto que siempre nos encontrábamos a los órganos de sus víctimas dibujando la forma de ciervos... Recuerdo pasar todas mis primeras vacaciones estudiando la psiquis humana para intentar entender la motivación detrás de tal oscuro accionar, más no sirvió de nada porque todo lo que conocíamos, eran puras teorías.
—No lo atraparás nunca, bonita —intentó reírse y acabó tosiendo—. Empero si lo llegases a encontrar, ¿qué harás cuando todo termine? Has basado toda tu carrera en él...
Las luces en la oficina de policías, desde que llegué, se encendían a las cinco y se apagaban a las dos o tres de la mañana en un buen día. Solía quedarme dormida entre los montículos de documentos que caotizaban mi escritorio... Desde el primer día oí su leyenda y supe que él sería mi boleto al reconocimiento de mis compañeros, superiores, de mi propia familia y hasta de toda la sociedad.
—Pasar al siguiente caso sin resolver —soné lo más segura que mi voz me permitió.
La vieja fotografía que tenía con toda mi familia, que antes ocupaba un lugar prominente en la mesa, ahora estaba cubierta de polvo y relegada a una esquina.
—Con cuidado, Freya, que luego puedes acabar perdiendo la cordura —resultaba un pésimo jefe, más un gran consejero...
Él se fue y yo me apresuré a ir al baño para arreglarme puesto que noté a mi ropa arrugarse. Mis azules ojos se reflejaron en el espejo y procedí a soltarme el esmerado moño del cual ya no quedaba mucho, cayendo una catarata de castaño oscuro sobre mis hombros; noté, para mi poca emoción, que James tenía razón: el paso del tiempo se percibía en mi gesto. La larga cicatriz vertical que cargaba en el medio del ojo izquierdo, causada por una daga en un asalto que me causó un malandro, solo hacía más evidente a las imperfecciones de mis pequeñas y suaves facciones maduradas por el esfuerzo... Menos mal que nada de eso me importaba.
—Solo quiero hacer sufrir a los idiotas que lo mataron hasta que conozcan a San Pedro y los envíe directo con Lucifer —el calor me atacó de tal manera al cuerpo que intenté calmarme con agua fría antes de regresar a mi escritorio.
Éramos de un pobre barrio en la impura Inglaterra. Logramos ascender gracias a unos negocios que mi padre inició y, justo antes de que mi hermano mayor tomase al imperio, una mafia estadounidense lo asesinó. El señor Jones se negó a heredarme sus años de esfuerzo tan solo porque resulté mujer y todo se perdió en extrañas manos. Antes de que la impotencia lo enviara a la tumba, tomé el primer barco, en contra de la voluntad de mi madre y sin decirle nada a él. Solo quería tomar el mayor cargo en la policía para tener todas las herramientas necesarias y quemar esta ciudad entera, de ser necesario, para dar con los idiotas que arruinaron nuestras vidas.
—¡Buenas noches, queridos radioescuchas! —me sobresalté al escuchar una eufórica voz en medio del silencio—. Hoy tengo mucho para comentarles. Además de la clásica sección musical, les quiero hablar sobre los terceros juegos olímpicos de invierno, que tendrán lugar en Lake Placid, cortesía de nuestro gobernador del estado de Nueva York, Franklin Roosevelt...
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El Asesino Del Ciervo (Completa)
FanfictionNueva York, 1932. La ciudad que nunca duerme se encuentra acechada por un asesino en serie cuyo rastro de muerte ha dejado a la policía y a la prensa desconcertadas. Conocido como "El Asesino Del Ciervo" por la macabra costumbre de disponer los órga...