🪄Capítulo 2 🪄

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Al regresar a la casa mí padre me esperaba para un buen regaño por haberle lanzado la fuente de salsa a Mercedes.

Estoy sentada en su despacho, observo su andar lento y como se apoya en su bastón. Se recuesta en la silla detrás de su escritorio y me mira fijamente a los ojos con su cara larga y sería.

— Desde que llegué a esta casa no he visto más que faltas de respeto de parte tuya. No te voy a tolerar una más. Mantuve silencio ante tus insultos porque no es menos cierto que recibiste un castigo injusto . Pero lo que hiciste en el almuerzo, eso jovencita, es una tremenda falta de respeto. O te comportas o me veré obligado a tomar medidas pertinentes contigo —me exige severo.

— ¿Cómo cuáles? —pregunto altanera.

— Te encerraré en un convento, que es lo que se merecen mujeres como tú. Eres rebelde e incensata. Las mujeres deben saber comportarse, ser dosiles y prudente —expuso esto como si me estuviese impartiendo una clase de etiqueta.

— Lo siento padre pero no soy el adorno de salón que tú quieres que sea —le contesto con un mohín de fastidio.

— Aprenderás a serlo si quieres seguir con tú familia —me amenaza —. Ahora retírate a tu habitación, no saldrás hasta que yo decida —. Salgo en silencio del salón.

Al llegar a mí habitación no puedo evitar no pensar en Tomás y en nuestro beso. Me duermo con el sabor de sus labios en los míos y sueño con él.

Al día siguiente estoy en mí habitación aún sin levantarme de la cama cuando entra Rosario con el desayuno.

— Buenos días señorita —me saluda, deposita la bandeja del desayuno y abre la ventana de par en par.

— Buenos días  —contesto con desgano.

— Señorita Elizabeth tiene visita —me dice sonriente.

— ¿Quien me visita? —pregunto con la ilusión de que fuese Tomás, pero no.

— Esos no son ánimos propios de tí —se expresa una voz que enseguida reconozco.

— Charol, ¿amiga cuanto tiempo? —. Me saluda con dos besos en cada mejilla.

— Sabes que no me gustan los abrazos —le digo pero como siempre me ignora.

— Tengo muchas anécdotas que contarte de mí viaje a Estados Unidos —me comunica con efusión —. No se si hasta aquí habrá llegado la noticia del caso de Madame Delphine LaLaurei.

— Nunca he oído nada sobre esa señora.

— Una señora de sociedad que maltrataba a los esclavos por placer, dicen que todo se descubrió por un incendio  en su propiedad. Ha obtenido una tétrica fama de asesina, puedes imaginar que su imagen pública se ha desmoronado, pero la muy canalla ha huido y no se sabe cuál es su paradero —. A medida que habla me voy dando cuenta de lo despiadado que somos los sere humanos.

— Ojalá y pague por el daño que les ha ocasionado a esos infelices esclavos. Aunque dice Dolores que la gente mala nunca paga sus delitos —digo caminando hacia la ventana.

— Esperemos que sí pague sus errores —me consuela.

— ¿Nunca he entendido por qué  es necesario esclavizar, obligar a otros a trabajar por tí? —pregunto —. Los negros son personas con sus culturas y tradiciones, diferentes a la de nosotros, con su forma de vida rústica. Pero son felices viviendo así. Ellos no merecen ese trato salvaje ni esas condiciones infrahumanas en las que son traslados de África aquí a la isla —me expreso con la mirada perdida en el horizonte.

— La humanidad es cruel. No por gusto somos la sal de la tierra —me contesta Charol —. Somos una sociedad esclavista, vivimos de su trabajo.

— Somos todos unos parásitos, que vivimos a expensas de su trabajo. Nos alimentamos de lo que ellos producen y ni siquiera nos preocupamos de su alimentación precaria —le expongo mí planteamiento a Charol.

Amor esclavo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora