Yo, Ella, Nosotras

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Héctor salía todas las mañanas. Llevaba el barco más allá de la orilla, casi perdiendonos en la costa y cuando estaba lo suficientemente lejos, sacaba las cañas de pescar que había colgada en una de las paredes y se sentaba en el borde por horas.

Él, personalmente usaba una sola, pero a su alrededor ponía otras cañas sin que nadie las tocará y cuando algo hacía sonido en el agua miraba con atención cada una.

No era tan malo, Héctor era bastante silencioso y no tenía problema alguno con eso.

Él aveces se dormía pescando, mientras que yo estaba en cualquier lugar de la casa.

La primera semana, había vaciado toda la cocina y limpié profundamente detrás de los muebles, entre ellos y por debajo.

Héctor vendía en el pueblo lo que pescaba, me daba una parte de lo que ganaba y luego desaparecía a Dios sabe donde. Podía apegarme a esa rutina, me levantaba a las siete y preparaba el desayuno para mí y para Héctor.

A veces había conversaciones, él me contaba lo que haría en el día o me pedía algo en específico y yo aveces contaba lo que encontraba en la casa y no sabía que era, y Héctor, con mucha paciencia, me explicaba para que funcionaban ciertas cosas.

Rápidamente me encariñe con la vida en el barco, Héctor incluso me había dicho que si quería ir al pueblo entre semana podía hacerlo, que no era ningún esclavo, y a pesar de saber que la puerta siempre estaba abierta para irme, me gustaba más la vista del barco.

A las dos semanas, Héctor se acercó y me comentó que su hermano y su familia vendrían a vacacionar en el barco.

No lucía muy contento, incluso hice un chiste sobre lo emocionado que estaba con esa idea y Héctor simplemente me miró mal y me tiró con un trapo mojado que había dejado sobre la mesa.

Le pregunté, entonces, porque estaba tan desinteresado.

—Un perro es mejor compañía que mi hermano— Me respondió mientras resolvía el crucigrama del diario—. Me atrevo a decir que incluso un tiburón lo es.

Reí mientras lavaba los platos, la curiosidad de saber por qué me invadió de repente.

—¿Puedo preguntar porqué?

Héctor dejó el lápiz y el diario a un lado y se pasó la mano por el rostro.

—Es un hombre increíblemente fisgón—Se inclinó en la silla—. Se mete donde nadie lo llama y da opinión de cosas que nadie le preguntó, me exaspera.

Me reí audiblemente mientras guardaba los vasos y los platos que habíamos usado.

—Y mi cuñada es una inepta, no podría hacer algo sin mi hermano ni aunque se estuviera muriendo.

—¿Tan malo es?

Pregunté por qué me daba gracia, Héctor parecía bastante autodependiente a pesar de su edad. Uno creería que su hermano menor sería de la misma crianza.

— Dios bendiga a mi sobrina que sobrevive con ellos todos los días, es la única de esa cadena de estupidos que tiene dos dedos de frente.

Cuando terminé me senté frente a él en la mesa.

—Ella es agradable, demasiado inteligente. Te aseguró que no te va a causar ningún problema.

Héctor me había dicho que con la llegada de su familia iba a tener que ajustarme a un par de cosas. La primera de ellas era que tendría que compartir habitación con su sobrina.

Yo no iba a ser la única que sufriría cambios, Héctor donaría su habitación a su molesto hermano y su esposa y él dormiría en el sofá cama frente a la cocina.

1964Donde viven las historias. Descúbrelo ahora