En las noches, los páramos, los montes y los desiertos eran sometidos a las sinfonías de los no muertos, de los malvados, de todo aquel que de Seol había escapado o que tenía sangre del inframundo corriendo por su programa, sangre que encendía su apetito desenfrenado y su hambre de destrucción. En los días, el sol y los cielos atestiguaban las carnicerías diarias que protagonizaban los hijos del mismo Dios. Bestias, guerreros, ángeles, diablos, dragones, hechiceros, todos fusionados con la desesperación, la obsesión y la pérdida que brotó desde sus corazones.
El amor que Lucemon derramó cual diluvio sobre el Digimundo ocasionó una enciclopedia de manifestaciones de odio que dejó al resto del Digimundo fuera de Pandemónium en una era de locura y destrucción reglamentaria.
El amor era destructivo, venenoso, desencarnado, demasiado poder para los Digimon de a pie, una ciencia en extremo complicada para los Digimon de barro, un arma más potente y encriptada que El Arca de la Alianza.
El Digimundo se vio bajo el asedio de los renegados de la misericordia. Cada pequeño héroe o grupo determinado a defender su territorio era triturado o embarrado por las mandíbulas de la muerte y sus coces desnudas. En los mares, en el bosque, en la urbe mecánica y en los pasillos sombríos de Oratorio, Evangelio y Testamento se acunaban las mayores huestes del mal.
Digimon sirenas, artrópodos y pisciformes huían de las tinieblas que nadaban fuera de los abismos y que pretendían cobijar todo en los océanos desde su vientre prehistórico hasta las aguas poco profundas y alumbradas por el sol. Arrastraban a la oscuridad abismal detrás de sí, abriendo heridas sangrantes en el lecho de las profundidades. Los pueblos submarinos que le temían y le despreciaban le dieron por nombre Peste.
Bosques, selvas y arboledas se pintaron de azul lunar en el tono lúgubre de la vida más allá de la muerte cuando las llamas de la destrucción y el conflicto bélico se apagaban por acción del rocío de la melancolía y la pérdida. Hacer vínculos de afecto se transformó en sentencia para el corazón; tan abundantes como las cerezas eran la muerte, la traición y el abandono.
La voz del bosque era el sacro coro de los Micros y Novatos muertos por las guerras que se encendían una después de la otra; sus juegos y risas fantasmagóricas podían distinguirse en la distancia por los fuegos fatuos que titilaban buscando qué sería de ellos y por qué habían quedado atados a lo etéreo.