Capítulo 1: Amanecer

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Cuando desperté esa mañana me sentí como Alicia cuando se cayó por la madriguera del conejo y aterrizó en el País de las Maravillas. Igual que ella, yo tampoco entendía lo que estaba pasando.

  Nada más emerger del mundo de los sueños noté un fuerte dolor de cabeza y un sabor amargo en la lengua. No tenía mucha experiencia en el tema, aunque no había que ser un lince para darse cuenta de que tenía una resaca monumental.

  Intenté hacer memoria de la noche anterior, pero fue imposible. Lo único que visualizaba cuando cerraba los ojos era el típico fundido negro que precede a los créditos finales en el cine.

  Me encogí sobre mí misma con la esperanza de que la posición me aplacara un poco el estómago revuelto. Estaba segura de que, si me levantaba, vomitaría hasta la primera papilla. Si era capaz de obviar que iba a estallarme la cabeza, que tenía la lengua como un trapo seco y que mi estómago parecía un volcán en erupción, quizá podría localizar mi último recuerdo y reconstruir la noche a partir de ahí.

  En ello estaba cuando noté un cosquilleo en la cadera izquierda. Era la primera vez que me emborrachaba hasta el punto de tener lagunas, pero el hormigueo no era un síntoma de que te habías bebido hasta el agua de los floreros, ¿verdad?

  Levanté la sábana desganada y tuve que parpadear un par de veces porque lo que estaba viendo no era posible. Una de dos: o seguía soñando o una mano varonil descansaba sobre mi piel desnuda.

  Un momento...

  ¿Dónde estaba mi ropa?

  Apreté los párpados con la esperanza de que la mano y el dueño desaparecieran por arte de magia.

  No funcionó.

  Lo supe antes de volver a abrir los ojos porque seguía notando el cosquilleo agradable allí donde su piel se juntaba con la mía.

  Si le hubieras contado esta historia a cualquier persona que me conociera, no se lo habría creído. De hecho, si me hubieras dicho la tarde anterior que terterminaría borracha en la cama con un hombre que ni siquiera sabía quién era, me habría reído. Yo no hacía esas cosas. Yo era la estudiante ejemplar, la que se marcaba un camino de objetivos y nunca se salía de él. Yo no bebía. Y, sin embargo, ahí estaba.

  Y ahora os estaréis preguntando cómo una persona que no bebe llega a esta situación.

  Buena pregunta.

  La resaca se debía a que la noche anterior se había casado mi mejor amiga. Al enlace había asistido la persona que peor me caía sobre la faz de la tierra. Cariñosamente de ahora en adelante lo llamaremos «el Indeseable». Y es que cada vez que él había aparecido en mi ángulo de visión o se había dirigido a mí, yo había bebido de mi cóctel como si me estuviera deshidratando en mitad del desierto.

  El porqué lo entenderéis un poco más adelante.

 

  El alcohol que todavía tenía en la sangre y la somnolencia me impedían pensar con fluidez, pero conforme las preguntas se me agolpaban en la cabeza, aumentaba mi nerviosismo.

  ¿Quién era él? ¿Cómo había llegado allí? ¿Lo había invitado yo? Y la más importante de todas...

  ¿Dónde estaba?

  Dirigí la mirada a la mesita de noche y suspiré aliviada al ver mis libros de veterinaria. Una incógnita menos; estaba en casa. En territorio seguro.

  La luz entraba a raudales en mi habitación; por lo general cerraba la persiana, pero anoche esa debió de ser la última de mis preocupaciones. Mi cuarto era colorido, sencillo y ordenado. Solo tenía la cama, el armario, estanterías repletas de libros y un ventanal enorme por el que los rayos del sol alimentaban mis plantas. Fue increíble la rapidez con la que dejé de sentirme segura en un espacio que me encantaba. ¿Queréis saber por qué? Preparaos porque os vais a reír mucho con lo que está a punto de suceder.

Cien razones para odiarteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora