Nada más salir de la terminal nos topamos con una hilera de coches que llegaba hasta el infinito. Arrugué la nariz porque odiaba el olor de los tubos de escape. A mí me encantaba la naturaleza y respirar el aire fresco de la montaña, y aquello era justo lo opuesto. La brisa de la noche madrileña me acarició la cara y agradecí llevar la sudadera puesta; así no se me pondría la piel de gallina. Al menos, no por el frío. Se oía el ruido de los motores y de las ruedas de las maletas al ser arrastradas por el suelo. Detrás de nosotros, un grupo de personas conversaban animadas, el sonido llegaba a mis oídos como un eco lejano porque yo estaba sumida en nuestra burbuja silenciosa.
Marcos no me soltó la mano y yo tampoco se lo pedí. Observé nuestros dedos entrelazados y me sentí extraña. Darse la mano me parecía algo muy íntimo entre dos personas. Algo especial. Algo que no haces con cualquiera, y nosotros nunca habíamos tenido ese grado de confianza. Aunque no debería sorprenderme, ya que parecía que la noche anterior habíamos traspasado todas las fronteras de la intimidad. Es curioso cómo puedes besar a una persona que acabas de conocer, pero pocas se ganan el privilegio y la confianza necesarios para caminar de la mano por la calle.
Nada más entrar en el parking doblamos a la izquierda y nos dirigimos hacia las máquinas de pago automáticas. Marcos se sacó la cartera del bolsillo, pagó y echó a andar hacia el coche. Me sujetó la puerta, yo resoplé por el gesto y no tuve más remedio que entrar.
Al sentarme en el asiento del copiloto me invadió el olor del cuero de los asientos y la fresa del ambientador favorito de Amanda. Me abroché el cinturón de seguridad, y entonces sucedió. Un recuerdo vívido de la noche anterior me sacudió la mente como un relámpago en plena tormenta.
—Si no te estás quieta, no podré abrocharte el cinturón —dice Marcos tratando de esquivar un beso mientras se me escapa la risa.Molesta por su rechazo, giro el rostro y observo la calle.
—¿Adónde vamos? —pregunta el conductor del taxi.
—A la calle Ferraz, por favor —respondo.
El coche inicia la marcha y la ciudad se emborrona tras mi ventanilla.
Tengo la mente embotada por el alcohol, aunque no lo suficiente como para ignorar los escalofríos que me producen las caricias de Marcos en el brazo. Él desliza la mano por mi hombro hasta llegar a mi barbilla y, con una suavidad infinita, me gira el rostro. Me observa durante un par de segundos antes de decir:
—Estás preciosa.
Le sonrío tan ampliamente que estoy segura de que parezco el gato de Cheshire, el de Alicia en el País de las Maravillas. Él se tensa cuando le acaricio la mejilla. Veo la sombra de la duda surcarle el rostro y, sin pensarlo dos veces, tiro de su camisa en mi dirección y lo beso con intensidad.
El sonido de la puerta del conductor cerrándose me salvó de mi oportuna memoria.
—A tu casa, ¿no? —preguntó Marcos mientras trasteaba con el GPS.
Asentí sin decir una sola palabra. El fogonazo de nosotros dos besándonos me había dejado muda.
—¿Te ha comido la lengua el gato?
«Ojalá hubiera sido el gato y no tú».
Desconocía los motivos que me habían llevado a abandonar la boda de Amanda en compañía de Marcos, si bien podía hacerme una idea.
Había besado a Marcos.
Yo a él.
Después de repetirme mil veces a lo largo del día que había sido él el que me había engatusado a mí, y no al revés. Él era el tiburón hambriento y yo la cría de foca indefensa, pero en un giro dramático de guion se habían dado la vuelta las tornas. Yo lo había besado a él primero, y no había sido un beso cualquiera. Lo besé en cuanto percibí sus dudas respecto a subir a mi casa. ¿Eso me convertía en el depredador?
ESTÁS LEYENDO
Cien razones para odiarte
Novela Juvenil"Elena tiene un archienemigo desde el colegio al que llama «el Indeseable». Y Elena acaba de despertar junto a él en su cama después de la boda de su mejor amiga. Marcos lleva toda la vida sacando de quicio a Elena con sus comentarios de sobrado...